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Gavilanes (novela)

Sobre el final del siglo XX tuve la suerte de trabajar para el creador de la llamada "Cumbia villera". 

De esa experiencia increíble surgió esta novela (ficción), que escribí unos años después, salpicada por un montón de anécdotas reales.




  

 

A mi familia, a mis amigos, 
y todas las personas que cedieron desinteresadamente 
fragmentos de sus vidas para armar esta historia.

 

 

No  ves que vengo de un país

que está de olvido y siempre gris

por el alcohol.

“La última curda”.

Anibal Troilo / Cátulo Castillo



 




Cuando Andrés Pinagozzi me trajo seis “demos” de posibles nuevos grupos para que los escuche y piense una estrategia de difusión, básicamente me parecieron horribles. Los seis. Pero especialmente uno de ellos, que además de no gustarme lo consideré demasiado reventado, demasiado obvio.

“Te estoy esperando acá en la esquina

para que me traigas la mercadería”

“Estos pibes están hechos mierda”, pensé.

Andrés estaba convencido de que Pablo Gabilán era talentoso, virtuoso. Confiaba en que todo lo que escribiría se convertiría en éxito.

Y éxito era una palabra que no me hacía nada mal escuchar. Involucrarme en algo que tuviera que ver con algún tipo de triunfo podría ser la solución para terminar de empezar con algo de una buena vez por todas.

“Me la pongo a la mañana por la nariz 
y todo el día soy feliz”

- Los pibes se vuelven locos con esto, vas a ver- repetía Pinagozzi- vas a ver.




Después de contestar unas preguntas al hombre de la seguridad, el portón se abre lentamente, y entro caminando a la playa de estacionamiento.

Afuera quedaron la fila de chicas y sus gritos con los nombres de sus ídolos. Adentro están los móviles del canal y más adentro las combis que trajeron a cada uno de los grupos que tocarán durante la próxima hora. Y también los integrantes de esos grupos, algunos sentados en el piso, y otros de pie, según se los permita la ropa que tengan puesta. Por ejemplo: los de Guacha Mata están sentados, con sus bermudas o pantalones anchos y sus camisetas de fútbol con el nombre del grupo en el pecho. Los del grupo Pasión están parados porque si se sentaran en el piso se le arruinarían sus pantalones blancos, sus camisas rojas, sus corbatas haciendo juego. Otros están en las camionetas o los autos, escuchando música con las puertas abiertas como si estuvieran en la puerta de un baile. Algunas fans por algún privilegio están aquí dentro, y caminan, piden autógrafos o esperan a alguien más.

Atravieso los pasillos del estudio y veo algún productor que a esta altura, después de dos años de frecuentar este estudio, ya me conoce. “Paraíso Tropical” está creciendo. Dentro de poco saldrá al aire no sólo los sábados, sino también los domingos. Me cuentan que el humorista Roberto Arrazabal está por integrarse al elenco para hacer móviles de exteriores y notas divertidas. También veo a dos bailarinas que caminan delante mío con sus polleras tan cortas que no me permiten dejar de ver las colas que asoman bajo la tela brillante, perfectas como si nunca nadie las hubiese tocado.

Termino de recorrer ese pasillo y vuelvo a salir al aire libre, al otro playón de estacionamiento, en el que se ubican los que tocarán –o harán playback- durante los próximos quince minutos. Allí el clima es más tenso. Hay camiones de sonido que descargan cajas e instrumentos. Jean Norberto (pantalón negro,  remera transparente negra, zapatos brillosos, pelo aceitado) espera su turno con su grupo. Un hombre con un saco celeste muy claro, algo arrugado, habla por un celular. Uno de los que bajan instrumentos discute con el personal de seguridad porque su camión está mal estacionado. Intento entrar al estudio por la misma puerta que usarán los músicos, pero el gesto de un vigilante me indica que mejor lo intente más tarde.

 


- Queremos que vengas, que te reúnas con nosotros porque igual queremos que te integres el equipo.

En su oficina, la voz del dueño de Multiple Comunication sonaba más contundente que cuando nos habíamos reunido en la fábrica de nebulizadores.

De todos modos, en la fábrica de nebulizadores él se había movido con la misma solvencia que en su oficina. Había llevado dos secretarias. O una asistente y una diseñadora. No recuerdo bien. Me presentó a ambas pero nunca podré recordar sus nombres. Melina. Si, Melina se llamaba una de ellas. Me acuerdo porque era un nombre parecido a otro nombre pero con una letra cambiada. Lógico. Es que esas chicas no podrían llamarse María, Carina o Daniela, como mis amigas. Esas chicas se llamaban Melina o algo así.

El motivo de aquella reunión: informarme que mis trabajos habían sido muy agradables, que yo era una buena persona, pero que este año la empresa había decidido invertir más en publicidad y que por eso habían decidido contratar a Lisandro, su Multiple Comunication y su harén, aunque la intención era que si nos poníamos de acuerdo yo podría incorporarme a su equipo. En realidad fue una dosis de realismo. Volver a trabajar en relación de dependencia (aunque fuera dependiendo de Lisandro) hubiera sido objetivamente una mejora. En todo ese tiempo no hice más que atrasarme con el alquiler, vivir con servicios intermitentes porque me los cortan por falta de pago, y dejar unos pocos billetitos en el jardín de mi ex casa. Lo hice inventando clientes que no parecían a clientes de verdad, como esta fábrica de nebulizadores que en ese momento estaba perdiendo a manos de Lisandro. Todos ellos tenían algo en común: nunca querían hacer nada. Y mi estructura, pobre y difusa, no podía achicarse. El departamento no podía achicarse. La “sala oficina” ya no podía transformarse en “sala oficina dormitorio”, porque no sería presentable. No podía despedir personal porque no tenía.

No tuve mucho más que decir, con dificultad:

- Bueno, verdaderamente yo durante todo el año pasado, en que la empresa no me había dado mucho presupuesto, y bueno, tuve que hacer lo que se pudo, pero bueno, realmente me parece una buena noticia que finalmente la empresa decida invertir más en publicidad, que es lo que veníamos sugiriendo el año pasado...

No pude balbucear más que eso. No pude decir que ahora, que decidían invertir más en publicidad, en vez de hacerlo conmigo para que yo alquile una oficina decidían hacerlo con otra empresa. O mejor dicho, con una empresa. No hubiera sido correcto haberlo dicho, aunque tampoco creo que haya sido correcto transpirar, tartamudear, mezclar los papeles sobre la mesa.

- ¿Epa, que pasó, todos de traje? – había dicho el cliente al inicio de la reunión. Efectivamente, yo estaba incómodo porque ese verano que terminaba prácticamente no me había puesto el traje, pero no fui lo suficientemente rápido de reflejos, ni estaba tan tranquilo como Lisandro, que respondió naturalmente:

- Yo siempre me visto así – y se miró y me miró, mientras yo pensaba alguna respuesta ingeniosa que nunca apareció.

Como una música de fondo sus asistentes poblaban el lugar, hablando por sus celulares, indicando que después hablarían porque ahora estaban en una reunión. Mi celular no sonaba y maldije no haber acordado con nadie para que me llame a esa hora para interrumpirme.

Después, quince días después, fue cuando conocí las oficinas de Lisandro, a quien tuve que entregarle toda la información de lo que habíamos hecho, para dar comienzo a la etapa en la que trabajaríamos juntos, lo cual, como era de suponerse, nunca ocurrió.



Mientras espero en el playón de estacionamiento, corrijo y reescribo lo que tengo en manos hace unos días:


Cuando las lágrimas se hayan secado

Cuando esta poesía haya dejado de salir

Una vez más estaré

Intentando bobo

Chocando una y otra vez contra todo

 

“Convencete tonto:

no es conveniente que sea posible”

el cansancio habla

pero es mi mente la que no se resigna

haber nacido justo aquí

lugar exactamente clavado

para que no sea posible nada

 

Lo que está

ya está

Y lo que no está

no estará

 

Un poco y nada más

Y después intentar

Intentar para nada

para nada

 

Camino ese del que todos hablamos

Corto y cruel

Caminarlo significa padecerlo

Y dejarlo es morir

 

Entonces

Habrá que disfrutar un paso cada cientos de miles

ese día que de casualidad algo pasa

cuando la felicidad emboca

O soñarlo

Esa dicha

 

O disfrutar boludeces como que el semáforo esté verde,

que no haya zanja,

mirar las formas de los baches,

que no me pisen

 

Vaya objetivos

Los que no intentan

duermen tranquilos

Yo quisiera no tener que dormir

para intentar más

 

Pero el sueño

como el camino

son obligatorios

Y para ellos

Nada lo es

 

Lo que está

ya está

Y lo que no está

no estará

 

Si sabés de algo, avisame

Quedamos así

 

Vuelvo a atravesar los pasillos y salgo de nuevo al otro playón, justo en el momento en que entra la combi que lleva a Los Gabilanes.


La primera vez que vi a Pinagozzi sinceramente me sorprendió. Entré a la oficina y esperaba a alguien distinto. Sabía que era un productor de música tropical, y como tal, me lo imaginaba gordo, canoso, con un reloj pulsera brillante en la mano. Pero me encontré con un muchacho que si bien tenía algunos kilos de más, no era más bruto ni desorganizado que mis otros clientes, o que yo. Quizás todo lo contrario. Me encontré con un tipo de mi edad con el que pronto me sorprendí compartiendo almuerzos y hablando de infancias en común, adolescencias escuchando la misma música, y visiones parecidas del mundo y de la vida. Por eso confié en él cuando me dijo que ese grupo sería un éxito. Aunque no tenía mucha otra alternativa que confiar.

“Ella se pasea toda la vida

moviendo la cola de noche y de día”

Andrés me presentó a Pablo Gabilán una tarde en su oficina, con parsimonia:

-Él es el Técnico en Marketing que se va a encargar de hacer el arte del disco.

- Mucho gusto – dijo Pablo, restándole importancia a la cuestión.

Al mes me encontraba haciendo el diseño de tapa del primer disco de “Los Gabilanes”, a toda velocidad. Teníamos que entregarlo en menos de una semana. Andrés me dio un dibujo que había hecho un amigo de Pablo, uno de los chicos de la villa cercana a su casa, para que trabajemos sobre él. Me explicó que Pablo nunca vivió en una "villa", sino que su casa de chico estaba en los límites de "La Cava" y que muchas veces sus amigos escapaban por su medianera de la policía o de algún vecino enojado.

Mi indicación a Deby fue una sola:

-Respetemos este dibujo. Hacélo tal cual está, sin cambiarle nada. No lo mejores.

Aquí debo aclarar que Deby, mi ilustradora-diseñadora gráfica de ese momento, también hablaba por celular, era bonita y no entorpecería ninguna reunión. Sólo que no trabajaba para mí exclusivamente sino que apenas intercalaba mis trabajos entre otros más importantes y obviamente mejor pagos, lo cual no me permitía llevarla a reuniones para hablar por celular.

Ella hizo un trabajo minucioso y rápido: la tapa era ese dibujo que nos habían dado, sobre un diseño muy simple. Respetamos la idea de ellos y por eso, cuando le entregué el trabajo a Andrés, me dijo que le encantó. Pero también me tuvo que decir:

- Mirá, Pablo le mandó a hacer el diseño a otra persona. Es una chica que trabaja para otra compañía, y que siempre hace discos de cumbia. Como no había tiempo prefirió hacerlo directamente con ella y ya lo mandamos a fábrica. Bienvenido al infierno – terminó Andrés, con sarcasmo y resignación. “Esto es así. No te preocupes. Igual vas a cobrar”.

Y fue así. Andrés tuvo que pagar el trabajo dos veces: a la diseñadora de la compañía discográfica elegida por Pablo y a mí. El diseño que efectivamente salió a la venta (el que no hicimos nosotros) no respetaba el dibujo original que me habían dado para trabajar, pero su estética tenía verdaderamente mucho que ver con el material del disco. No sabemos si hubiera vendido más con nuestro diseño. Lo cierto es que así como salió fue un éxito de ventas, más incluso de lo que Andrés esperaba.





La combi que lleva a Los Gabilanes tiene vidrios negros pero están abiertos, para que se escuche la música a todo volumen y sus aplausos marcando el compás, como si se tratara de chicos de un colegio que salen de excursión. Arman cierto alboroto abriendo la puerta lateral mientras la camioneta estaciona, saludando en voz alta a los que se acercan. Un productor pregunta si llegó Pablo Gabilán, y los que estamos allí le contestamos que todavía no. Son las ocho en punto. La hora en que Pablo me dijo que tenía que llegar. La camioneta se queda estacionada y empiezo a escuchar el sonido que me va a acompañar durante las próximas diez horas: el del güiro, el instrumento que marca la base rítmica de la cumbia, el “shequeshé-shequeshé” que se oye en los equipos de música de los autos que escuchan cumbia.




Por un buen tiempo no volví a ver a Pablo, aunque fui conociendo más cosas de su historia por otros trabajos que tuve que hacer para él. Una gacetilla de prensa, una carpeta de presentación del grupo, datos para una página web. Supe que las canciones del disco, antes de llevárselas a Andrés ya habían recorrido todas las bailantas del Gran Buenos Aires y la gente ya cantaba sus canciones porque él mismo se las había hecho llegar a los DJ’s para que las difundieran. Antes de ello, cuando él era tecladista de “Sol dorado”, las dos compañías discográficas tropicales importantes del mercado le habían rechazado el nuevo proyecto que terminó generando fortunas.

Una tarde compartí un viaje con él al volante de su propio auto. Andrés iba sentado a su lado. Yo, dificultosamente, detrás. Digo dificultosamente porque se trataba de una cupé Eclipse roja y bajita, cuyo asiento trasero es una especie de plástico duro que recubre el baúl, el motor o vaya a saber qué, pero que de ningún modo fue ideado para que alguien se siente en él. Entonces yo iba encogido con mi maletín sobre las rodillas a la altura de mi cabeza, que a su vez tenía que torcer para no golpearme con el techo. En el estéreo lleno de luces sonaba una música que yo no conocía. Pablo habló todo el viaje con Andrés y manejó a toda velocidad por la avenida Corrientes. A la salida de cada semáforo aceleraba de manera tal que se me aplastaba la espalda contra el plástico trasero. No me dirigió la palabra en todo el viaje, pero por alguna razón yo me sentía el destinatario de esas aceleradas.

Dejamos el auto en un estacionamiento, y cuando salíamos saludó al muchacho que le dio el ticket haciéndole unos chistes, y caminamos los tres juntos unos metros hasta que tuve que separarme de ellos. Saludé a Andrés. Pablo extendió la mano y me dijo:

- Gabilán va con B larga.

Era cierto. Su apellido se escribía así, y yo lo había puesto con V corta en la carpeta, en la página web, y en todos lados. Su frase me quedó retumbando en la cabeza. Después le conté a Andrés:

- Ché, yo puse Gavilán y Gavilanes con V corta, vos no me dijiste nada ¿ustedes lo vieron?

- No me había dado cuenta – respondió.




Media hora después llega Pablo en una camioneta Jeep Grand Cherokee, grande y silenciosa, color bordó oscuro, con los vidrios polarizados. Lo acompañan Vanina, su hermana, y Tulio, su chofer custodio. Pablo se queda un rato cerca de la camioneta estacionada con las puertas abiertas. Pelo mojado suelto, sombrero de tela de jean tipo “Piluso”, un chaleco claro marca Lacoste sobre una chomba al tono, bermudas color beige y unas botas de tela impermeable negra, cerradas, sin cordones, un modelo poco visto o que seguramente no se consigue en Argentina. Algunos periodistas le hacen notas y le sacan fotos. Cuando terminan, me acerco a saludarlo.

- ¿Que hacés Chozas? – nunca dirá correctamente mi apellido.

Por los parlantes suena su voz cantando con pocos instrumentos. En los asientos de atrás dos músicos hacen comentarios sobre lo que escuchan. Pablo les da indicaciones. En aproximadamente una hora lo estarán cantando arriba del escenario. Me alejo para que sigan su tarea. Saludo a Vanina, que se sentó a esperar su turno en el cordón de una vereda del playón. Tiene su sonrisa blanca, brillante y exageradamente pareja como siempre. También tiene el pelo mojado, como Pablo. Los ojos achinados, su permanente remera blanca de “Los Gabilanes” (la del primer disco, que no hicimos nosotros) y un jean. Así, tan sencilla, y con un piercing en la nariz tan sutil que apenas si se percibe por su brillo, no parece la misma que hace unos años bailaba en el escenario de “Paraíso”, haciendo coros para “Flor de Guacha”

Titubea antes de saludarme. Pero lo hace.

 


 

Andrés me explicó que Pablo y su familia funcionaban como una pequeña empresa:

- Pablo toca, compone, graba, y discute conmigo. La madre manda a imprimir remeras con la cara de su hijo, esos llaveritos de plástico, junta fotos, arma carpetas y discute conmigo. Vanina lleva las cuentas, paga los impuestos, va a los bancos, va a Sadaic y también discute conmigo. Jeje…

- Debe dar guita todo eso ¿no?- pregunté.

- Mucha. Más que a mí – contestó entre los muebles de su oficina, los equipos de música, las computadoras, los acondicionadores de aire y televisores siempre encendidos, los teléfonos sonando siempre, el celular, el más novedoso que yo conocía. Y siguió:

- Él se lleva el 70 y yo el 30. Pagando sonido y músicos, le queda más de la mitad limpita. Todo en negro, o casi. Hacé la cuenta: cinco lucas por show, siete o diez show por noche, tres días a la semana, todas las semanas del año, hace dos que laburamos.

Mientras yo hacía vertiginosamente la cuenta en mi cabeza el agregó:

- A eso agregale los discos. Las regalías por las ventas y los derechos de autor. Vos pensá que con los tres temas que él me dio yo compré este departamento.

- ¿Te dio?

- Claro, figuro como autor y me quedo con ellos. Los grupos siempre te dan uno o dos temas por disco. Eso se negocia. Aparte es piola: él no se la patina toda. Se compró casas, autos, cosas que, mal que mal, son un capital. Y el resto no la mete en el banco. Sólo en cajas de seguridad. Los tipos de los bancos, cuando Vanina iba, la trataban de ignorante, porque nunca aceptaba poner un plazo fijo, abrir una cuenta corriente, ni siquiera una caja de ahorro. Y cuando se cayó todo él era el único que se cagaba de risa. Obviamente más que yo incluso. La tenía toda en efectivo y en la caja de seguridad. Nunca un cheque, nunca una transferencia, tarjeta de crédito, nada. Sólo efectivo. “Vanina, andá a buscar cuatro lucas que vamos a comprar el teclado”. Y Vanina se va al banco con el custodio, vuelve con la guita y Pablo le pelea los precios a todos, siempre en efectivo. Cuando compraron la camioneta también hicieron así. Fue un quilombo. Le mandamos tres policías y el agenciero estuvo un montón de tiempo contando los billetitos.

 

 

 

Aún al aire libre de la playa de estacionamiento Vanina huele a shampo o crema de enjuague. Es como si estuviera descalza.

- ¿Y Roberto? ¿sabés donde está? – le pregunto antes de separarnos.

- Ahí – contesta mirando hacia atrás de mí.

- Ah – me percato – Hasta luego- Levanto mi mano y voy al encuentro de Roberto, el asistente personal del grupo, contratado por Andrés. El sí, cumple todos los estereotipos del empresario cumbiero. Y los hace valer.

Me guía hasta la persona de seguridad y se presenta para que nos deje entrar. Con carraspera, agitado como siempre  y sin sacarse el cigarrillo de la boca, le dice al vigilante:

- Somos de ADN Records – Y el vigilante nos abre la puerta.




Tuve que convencer a Andrés para encarar el libro:

-  Una investigación periodística novelada sobre la cumbia, o sobre Pablo. Te digo que puede ser un éxito de ventas. Y a vos te puede dar chapa. Y a mí también- me sinceré.

Tenía en sus manos el libro sobre Rodrigo Bueno que le acababa de entregar como ejemplo. Ambos habíamos visto el éxito de ventas que era. Lo habían leido dentro y fuera del “ambiente tropical”

- ¿Y no lo podés hacer con alguien más? – indagó Andrés

- No, pero ¡no hace falta!

- Digo, para que se venda más facil. Podríamos hablar con un periodista, alguien conocido.

Una vez más la contundencia implacable de la realidad estaba con nosotros, y dentro de ella Andrés tenía razón. Intentaba convencerlo de que no:

- Mirá, si lo hacemos bien, podemos sacarlo como una edición independiente en puestos de diarios y revistas. Si le ponemos en la tapa una foto de Pablo, no hace falta periodista, ni editorial, ni nada. Lo sacamos a través de la compañía.

- Con un CD - aceptó

- Claro, con un CD. Puedo grabar bien los audios de las entrevistas, de las previas a los recitales, de los viajes, y dártelos para que los metas en el CD –intentaba transmitirle  entusiasmo- Tengo un amigo que tiene un grabador digital.

- Msee. Y meterle algunos temas nuevos de esos que me dio Pablo con un compiladito, podría ser.

- Claro, claro... datos de la vida de Pablo, la biografía. Datos que sólo tenemos nosotros. Tenemos todo servido.

- No sé. Voy a hablar con Pablo.



Por las rejas asoman los brazos y las caras de chicas que gritan los nombres de los grupos y sus ídolos. El portón vuelve a abrirse una vez más y entra el auto rojo, con los vidrios negros. Estaciona, y de él desciende Norma, la madre de Pablo. Las chicas le gritan

-        Doña Noooorma!

Detrás de sus anteojos de sol, y dentro de sus pantalones de cuerina negra Norma sonríe, y firma autógrafos, como si fuera famosa. Lo es, casi tanto como sus hijos.

Roberto también la ve, y murmura:

-        Uy, la  vieja ¿para qué vino?




A la madre de Pablo la conocí una tarde que tenía que ir a su casa, para mostrarle unas ideas para unas tapas de discos. Para armar un mejor clima se me ocurrió llevar algunas gaseosas y algo para comer. Entonces pasé por el gran supermercado que queda al borde del barrio pobre donde Pablo tiene emplazada su enorme casa. Después de comprar, me ubiqué en la caja que tenía la fila más corta. Si bien en ella había un changuito repleto de mercadería, pensé que era mejor eso a otras cajas que tenían colas de varios carros con poca mercadería. Imaginé que para la cajera iba a ser más rápido atender a un solo chango con mucho que a varios con poco. Luego de esperar un rato empecé a reparar en la persona que estaba en mi caja, delante de mí, la del chango con mucho. Tenía el pelo de un color algo así como rubio, desteñido en las raíces que asomaban entre negras y canosas. O quizás mejor dicho, pelo negro canoso desteñido con agua oxigenada hacía tiempo. Estaba demasiado abrigada para la época, con una especie de bufanda de un violeta llamativo intercalado con hilos dorados, sobre un pulóver marrón, un saco de lana amarillo encima, y alguna otra ropa que asomaba entre ellos. Con una mano revolvía el contenido del chango repleto. Sacaba algún producto. Examinaba la etiqueta. Volvía a ponerlo en el chango. Tomaba cosas de abajo de todo haciendo que las cosas de arriba se le cayeran al piso. Algunas las levantaba ella, y otras yo, por cortesía. Volvía a mirar las etiquetas, los frascos. Algunos productos los sacaba del chango, los colocaba en el estante y decía:

- esto no lo llevo.

Le preguntaba a la cajera antes de que pase el producto por el lector del código de barras:

- ¿esto cuánto vale?

Entonces la cajera tenía que hacer alguna especie de maniobra para que la pantalla le indique el precio pero no lo cobre. Entonces le decía el precio y ella se quedaba pensando mientras todos esperábamos. Miraba la etiqueta  minuciosamente como si evaluara los ingredientes. Volvía a examinar la etiqueta mientras la cajera suspiraba y buscaba miradas de complicidad para su fastidio. Finalmente, sobre algunos productos le decía:

- está bien, pasalo

Y sobre otros:

- no lo llevo

Entonces la cajera los quitaba de la caja y los colocaba en la góndola que estaba junto a ella. Luego ya era la misma clienta quien sacaba otros productos y directamente los ponía en la misma góndola, que empezaba a desbordar. El changuito desbordaba de mercadería pero el estante de lo que a último momento decidía no llevar, también. Tenía pomos de cremas cosméticas de las mismas marcas pero de distintas variedades. Con tapa roja y con tapa azul. Entonces tomaba ambos juntos, los examinaba y le decía a la cajera:

- ¿cuál es la diferencia?

Entonces la cajera agarraba el de tapa roja, miraba la etiqueta, y el de tapa azúl, y finalmente le decía:

- este es para piel grasa y este otro... – examinaba un poco más el de tapa roja y agregaba – y este es hidratante. Creo – aclaraba.

La escena se repetía con frascos de mayonesa light o común, mermeladas, panes de trigo integral o saborizados.

Allí, delante mío, en la línea de cajas, iba eligiendo los productos que llevaría. Casi al final agarró cuatro bufandas embolsadas en celofán (cuatro) de igual motivo escocés y distintos colores, y preguntó:

- cuánto valen

Todo lo hacía con una impronta de desgano. Todo se le caía de las manos. Parecía mareada. Como la cajera, como yo.

- Siete con noventa – le decía la cajera luego del procedimiento para ver el precio sin cobrarlo.

- ah, qué barato, las llevo.

Cuatro bufandas casi iguales. Horribles.

Finalmente, cuando llegó al final del changuito en el que quedaban restos de papeles y una gran billetera de color marrón dijo:

- cuánto es – desinteresadamente. Cajera y yo respiramos con alivio. Se acercaba el fin. La máquina trabajó y la cajera dijo:

- Doscientos setenta y ocho con treinta – No era mucho, para lo lleno que había estado el changuito en un principio. La señora tomó la gran billetera y comenzó a revolver un compartimiento del que se le iban cayendo monedas, papelitos, tarjetas. Ya no la ayudé a levantar nada. Finalmente sacó una tarjeta de crédito dorada. Luego buscó en sus bolsillos, los del pantalón, los del saco, hasta que encontró el documento. Se los entregó a la cajera. Esperamos el trámite hasta que la chica se la devolvió y dijo la frase irremediable y previsible:

- Fondos insuficientes.

La señora no se inmutó demasiado. Miró toda la mercadería. Me miró a mí. Buscó en sus bolsillos nuevamente y sacó otra tarjeta de crédito, azul. Casi sonreía.

Nuevamente la máquina trabajó, y la cajera contestó:

- Lo mismo

- ¿Y en pagos?

- En seis sin intereses. En más o en menos pagos, con intereses.

- probala

- ¿En cuántos?

- no sé, en cuatro, en ocho.

- Pruebo en cuatro pagos.

Probó y contestó.

- No.

Se quedaron mirando. Revolvió un poco más sus bolsillos, la billetera. Sacó cien pesos en efectivo. Eligió cuatro o cinco productos, más las cuatro bufandas, los pagó y le pidió a la cajera si podía dejar el resto de las cosas ahí:

- a un costadito, después pasan mis hijos a buscarlas. – pensé en sus hijos, en la hora que se me había hecho, mientras la cajera hizo sonar un timbre que hizo titilar una luz hasta que llegó su supervisora. Hablaron unos instantes en voz baja y la supervisora puso el chango aparte y le dijo elevando la voz, para que todos la escuchemos.

- Vaya, Norma, después pasan los chicos.

Norma se fue. Yo pagué mis pocas cosas haciendo “no” con la cabeza. Y la cajera me respondió con gestos de resignación.

Cuando llegué a la casa de Pablo, me abrió la puerta Vanina, y detrás de ella asomaba Norma. Cuando me vio no reparó que yo había estado detrás de ella en el supermercado. Intenté disimularlo, pero estimo que algo raro debe haber demostrado mi rostro colorado y mis ojos de sorpresa.

Esperé más de media hora hasta que Pablo me atendió. Vanina había salido, supongo a buscar las cosas del supermercado. Norma nunca me habló.

 

 


 

Entramos al estudio mayor. Roberto delante y yo detrás, atravesamos un pasillo oscuro que bordea el telón de fondo del escenario, entre cables y objetos de utilería. Nos ubicamos a un costado del escenario, fuera del alcance de las cámaras. Desde allí puedo ver la tribuna: chicos y chicas de entre 15 y 20 años, algunos más. Ellas vestidas con colores fuertes y llamativos. Algunas feas. Algunas lindas. Ellos con ropa raída o sin remeras. En su gran mayoría llevan banderas, gorros, remeras, pañuelos o posters con los nombres de los grupos que vinieron a ver. Muchos de ellos están cansados, sentados en las gradas o en el piso. Llevan más de cinco horas allí. Estamos en un corte, por lo tanto el clima está disperso y no hay mucha luz. Una pareja se besa desenfrenadamente contra una de las paredes del estudio. La escena tiene algo de picnic de la primavera, algo de entretiempo cancha de futbol, y algo de las bailantas que visitaremos dentro de unas horas.

Sobre el escenario se prepara el próximo grupo, entre camarógrafos y productores. Las bailarinas, sentadas en las escalinatas, se arreglan el pelo unas a otras o acomodan su ropa. Ellas sí que son hermosas. Como si fueran modelos pero mucho más voluptuosas. Sin sutilezas. Llevan unas pequeñas blusas de distintos colores y pantalones de lycra negros que se ensanchan al llegar a los pies, enfundados en zapatillas de suelas altas como suecos. En los monitores se ve la tanda publicitaria. De pronto se prenden las luces blancas y empieza la transmisión. Sobre el escenario aparece la figura del ancho conductor, vestido con camisa de colores, el pelo atado y la frente transpirada. Presenta a su contrastante parteneire, una locutora delgada, rubia y casi delicada, quien a su vez presenta a su anunciante: el dueño de un baile que explica personalmente las ventajas de ir allí esta noche: show de streapers, la presentación del grupo “Bohemia” y una consumición sin cargo. Estamos en el horario de mayor rating del programa.

En una de las tandas publicitarias, Pablo sube al escenario. Se cuelga el teclado y saluda al público como si estuviera al aire:

- ¿Cómo anda la vagancia del Paraiso?

La gente ovaciona. Hace sonar el teclado y empieza a cantar las frases de algunos temas:

- Borrachó y amanecido...

La gente grita.

- Las palmas de todos los negros ahí...

Sigue intercalando pedacitos de canciones, hasta que le hacen una seña. Se detiene y se encienden las luces, porque empieza otro bloque del programa. Sobre la tribuna se enciende un cartel que dice EN EL AIRE. A un costado del escenario, los conductores gritan a la cámara para presentar el próximo show, de otro grupo:

- Llega a Paraiso... ¡¡¡Secuestro express!!!

Los monitores del estudio emiten un video grabado de un show que unas semanas atrás dio esa banda, que es una exacta copia de Los Gabilanes:


Somos Secuestro express

queremos que no’entregués

toda la plata mía

pa’repartirla con el yuta de la esquina


La gente corea la letra mirando el video de la copia de Pablo que sale por los monitores. En el estudio volvieron a apagarse las luces. Pero Pablo sigue probando sonido, y su teclado y su banda -que en este momento no salen al aire- tapan el sonido del video que se está emitiendo. Es la canción que estaban escuchando un rato antes en la camioneta:


No tenés

ni pa’empezar

la careta te queda mal

si decís que secuestrás

y ni a un gato

podés sacrificar

No te copiés

Que no sabés

Ni cómo es


En el monitor sigue el video grabado del destinatario de la canción, con el teclado idéntico al de Pablo colgado del cuello, y uno de los integrantes del grupo con un gorro rastafari rojo, verde y amarillo, idéntico a su guitarrista. Pero la gente ya no escucha ni ve el video grabado. Pablo logró su cometido: que lo miren, que lo ovacionen, lo escuchen a él y se olviden del video y del que lo copia.

Después viene la tanda, y cuando termina, todo se prepara para que empiece el show que va a salir al aire en vivo. Los locutores vuelven a juntarse en el centro del escenario, para anunciar casi a gritos:

- Con ustedes... “¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Los Gabilanessss!!!!!!!!!!!!”

Pablo dice:

- El que no salta es un cheto puto!

Y empieza un ska que suena en vivo y a un volumen que hace que todos (el público, la gente del canal, los que estamos al costado del escenario, camarógrafos, acompañantes), en mayor o menor medida, saltemos. Agrega una frase nueva:

- ¡El que no salta es un revisabolsos!

Las bailarinas ya no intentan bailar a la par, sino que parecen haber recibido una indicación para cambiar su coreografía de toda la tarde, y entonces hacen pasos tambaleantes, se ríen y se empujan unas a otras, como si estuvieran borrachas.

Se repiten las arengas:

- ¡Las palmas de todos los negros ahí!

Pablo se enoja y reprocha al aire:

- ¡¿Cuando me van a enfocar a la gente cuando levante las manos?!

Después de veinte minutos de fragmentos de las canciones más efectivas del grupo, va terminando el programa. Alguien hace una seña para que caigan unos globos sobre el escenario. Dos personas que están arriba de las parrillas de luces intentan abrir las bolsas pero en un principio no lo logran. Forcejean hasta que finalmente, poco a poco, los globos empiezan a caer sobre Pablo y su grupo. Vanina apenas levanta la mirada para recibirlos, mientras frasea los coros de la última canción. El programa termina, y ellos cumplieron con el primero de sus ocho objetivos de esa noche.


 

 

Para el segundo disco, la cosa ya fue distinta. Las regalías del primero le dejaron a Pablo y a Andrés suficiente ganancia como para destinar más presupuesto a grabación, a producción y, sí, también a "arte de tapa".

Así que cuando me senté a hablar con él sobre lo que le iba a cobrar, respiré hondo y le pasé:

-        Calculale seismil.

Traté de poner un tono natural a la conversación, como para que no se note que se trataba del trabajo mejor cobrado de mi vida. Andrés no se inmutó demasiado, y mirando la página web que yo le mostraba en su propia computadora me dijo.

-        Y, parece bueno. Si vos decís que va a andar, vamos a confiar. Hasta ahora salió todo bien.

La página web era de Uiner, el estudio de Guillermo, un amigo que hacía muchísimo que no veía pero con el que habíamos hablado muchas veces por teléfono, prometiéndonos volver a vernos y también, por qué no, hacer algún trabajo juntos.

- No seas boludo, no te cobro nada. O me pagás lo que haya, lo que puedas, es para laburar juntos, boludo.

Yo no pensaba no pagarle, porque no quería estar en deuda con él, pero sabía que podía presupuestar tranquilo, que él no me iba a presionar. El problema era otro, el problema era hacer que él, acostumbrado a trabajar para agencias de publicidad multinacionales que tenían como clientes a marcas de cervezas, supermercados, caramelos, hiciera una ilustración para la “cumbia villera”. Pero confiaba en que él me entendería. Porque era Guillermo.

El día que fui al estudio mi corazón latía fuerte. Realmente estaba ansioso y feliz. Encontrarme con él después de tantos años, y si salía bien el trabajo estaríamos en condiciones de hacer "un desastre", porque en la cumbia hasta ese momento nadie había trabajado con estudios de diseño o agencias de publicidad de ese nivel.

El edificio del departamento de Belgrano donde estaba el estudio era imponente. Toqué el timbre, y pronto Guille me dijo por el parlante:

-        Pasá.

Y la pesada puerta de metal negro, opaco, se dejó abrir para que yo entre. Tomé el camino empedrado que bordeaba autos estacionados hasta llegar al ascensor que, silencioso, me esperaba en la planta baja. Subí, salí en el cuarto piso, y cuando la puerta del ascensor se cerró quedé parado en un pequeño hall cuadrado, con las puertas de dos departamentos a mis dos laterales, y un gran dibujo de Batman y Robin en la pared que estaba frente a mí. Intuí que lo había hecho Guille. La puerta de entrada era la de la derecha. Después supe que las dos eran de él. Tenía un pequeño cartelito, ínfimo que decía “Estudio Uiner”. Antes de que toque timbre, Guille me abrió. Se agarraba la cabeza, reía y repetía:

- Hijo de puta, ¿qué hacés? ¡tanto tiempo! Estás hecho mierda, boludo! – y en seguida se corrigió – bueno, yo también, ¿no?

Se lo veía bien. El paso del tiempo también lo había visitado pero a él se lo veía bien. Estaba bien vestido y se lo veía feliz. Yo creo que también lo estaba. Entré y dije instantáneamente:

-        ¡Qué bueno!

Me refería a una infinidad de juguetes antiguos que reposaban en una estantería, sobre un lateral del estudio, impecables. Eran todos los juguetes que tuvimos cuando éramos chicos, cuando jugábamos juntos, pero también, y sobre todo, todos los juguetes que no tuvimos.

-        Boludo, este era el que tenía Norby! – le dije señalando una pequeña nave espacial de lata que estaba dentro de su caja original – Están buenísimos. ¿Cómo los conseguiste?

-        Los fui comprando, consiguiendo. Hay toda una movida con esto del coleccionismo. A mí me metió un amigo que conocí cuando laburaba en Stamping.

Abrió un cajón del escritorio de una de las computadoras transparentes, sacó un pack de pilas nuevas, lo rompió con un cuter y dijo:

- Lo querés probar?

-        Sí, dale, boludo.

Sacó la nave de la caja con cuidado, le colocó las pilas, la apoyó sobre el piso y corrió el pequeño botón rojo. Se encendieron las luces, se prendió el motor, sonó una sirena y la nave empezó a caminar por los grandes mosaicos blancos. Cuando chocaba con nuestros pies cambiaba de dirección. Lo hizo dos o tres veces hasta que se detuvo, para que ocurriera eso que tantas veces había visto cuando era chico. Mi estómago se estremeció de una manera bastante parecida a aquel entonces. La compuerta se abrió, y asomó el astronauta que con una pistolita en la mano nos apuntó a ambos, que reíamos felices. Luego se metió para adentro, la puertita se cerró, y la cápsula espacial volvió a recorrer el piso en busca de nuestros pies. Guillermo la agarró en sus manos. Las ruedas giraban locas como las patas de una cucaracha. Guille corrió la tecla roja nuevamente y las ruedas se detuvieron, y el estudio volvió a quedar en silencio.

-        ¿Corto y vamos a tomar algo? – me digo Guille.

-        Sí dale – le dije entusiasmado.

Cerró los archivos. Antes de hacerlo le pregunté en qué andaba, y me mostró la espuma de una cerveza en un chop transpirado. Me mostró la foto original, sin espuma y sin gotitas y volvió a mostrarme el retoque que había hecho él, que mostraba ese realismo irreal de las publicidades.

-        Boludo, está buenísimo, sos un animal, dan ganas de tomárselo- le dije

-        Todavía le falta- me dijo, y apagó las computadoras.

Ya en el bar, me contó por qué le había puesto ese nombre al estudio.

-        Uiner- me burlé- sos un pistola bárbaro.

-        No, boludo, la gente me puso así. Son así. Guille, como me decís vos, no me dice nadie. Y de decirme Willy pasaron a decirme Winner. Entonces a un amigo, redactor, se le ocurrió que al estudio le tenía que poner Uiner con u-i, y ahí me cayó la ficha, porque yo no soy un winer, me dicen Uiner- dijo recalcando el “me dicen”. Por eso al estudio le puse Uiner. Ellos me dicen así y así es como me conocen.

-        ¡Es buenísimo, boludo!

Guillermo se reía negando con la cabeza. 

Le conté todo el proyecto y le pareció bueno. Es decir, no se sorprendió demasiado, porque está acostumbrado a convivir con ideas, creativos, hallazgos.

-        Es un hallazgo. Y es la primera vez que él me deja ponerle el nombre a un disco, boludo, pensá que el pibe no se banca nada, no se banca a nadie y él se cree que es un dios. Bueno, de hecho lo es. Vende discos a cagarse.

-        Si está bueno.

-        Y la guita te parece bien?

-        Sí boludo, no hay problema, a vos te cierra?

-        Sí, está todo bien.

Tres mil pesos para cada uno. Yo tenía confianza en que la idea, ilustrada por él, se multiplicaría por mil, y así pasó.

-        Dos gavilanes garchando – repitió- Está bueno. ¿no hay problema, no?

-        No, no hay problema. En realidad, es un gavilán garchándose a una gavilana por atrás, agarrándola de la cintura, dándole con todo, y la gavilana con pestañitas de mujer, transpirando, con los ojos revoleados, como que están en movimiento. Como esos dibujos que hacías en la escuela.

-        Gabilán de Gavilanes – repitió- Está bueno

-        Claro, re cierra, porque el tema de los gavilanes es todo un tema, porque ellos se dicen sos re gavilán, sos un gavilán, entonces él es el más gavilán de todos los gavilanes porque se llama Gabilán. Además me permite hacer más explícito el tema de la b larga para los de clase media o más para arriba que es a quien le queremos llegar también.




Antes de subir a la camioneta, Pablo pregunta:

- ¿Cuántos tenemos hoy?

- Siete – le contesta el manager Roberto, que es el encargado de armar los recorridos. -El primero en Olmos a las doce y media – dice mientras cierra la puerta.

Hago cuentas en mi cabeza: de doce y media a seis o seis y media, que debe ser el último show, son seis horas. Siete shows es un show cada 45 minutos más o menos. Me pongo el cinturón de seguridad. Es curioso, ninguno de ellos se lo pone, pero cuando Pablo me ve que agarro el cinturón me ayuda a abrochármelo. Es raro, porque parece decidido a no hablarme, pero me pone el cinturón de seguridad.

Vamos en el asiento de atrás. Maneja Tulio, y Vanina va adelante con él, escuchando unos auriculares. Cuando salimos del canal, las manos de varias chicas repiquetean en los vidrios.

- ¡Pablitooo! -gritan

Hasta las doce y media tenemos tiempo, son las diez y Olmos está a unos 50 kilómetros por autopista. Me imagino que al menos este tramo será tranquilo. Sin embargo, Pablo le da indicaciones a Tulio para que vaya rápido.

- Apurate que perdés el semáforo – y Tulio obedece. Antes de subir a la autopista tenemos que pasar a buscar una pedalera por un estudio en Constitución porque “esa es mejor que la que tenemos”, según explica Pablo. Nos detenemos en una oscura diagonal de San Cristóbal. Pablo toca el timbre varias veces, golpea con las manos, con una moneda, y no sale nadie. Entonces nos vamos. Subimos a la autopista. Vamos despacio: ciento veinte kilómetros por hora en una Cherokee no se sienten.

Pablo hace algunas llamadas telefónicas. A veces le toca el hombro a Vanina, que se saca el auricular y le dice cosas inentendibles como:

- Le diste al Chusa.

- No estaba

- Es un colgado

También hablan de su madre:

- ¿Le diste la plata?

-        Sí.

 

 


 

El dibujo de Guillermo, como no podía ser de otra manera, superó lo que me había imaginado. Ahí estaba el gavilán tomando de la cintura a su gavilana. Él con cara de poderoso y ella, pícara, con la lengua afuera, sorprendida, feliz.

-        Boludo, es buenísimo! – le dije cuando me lo mostró en la pantalla

-        Te gusta? – me decía, mientras abría otros archivos con detalles: había dibujado gavilanes tocando instrumentos, como si fueran integrantes de la banda. Uno más gordo, otro más alto, otro flaquito. En la tapa metemos a ellos dos y en el interior, con las letras de las canciones, todos estos otros.

-        Buenísimo. En la contratapa tendríamos que poner una foto de Pablo tocando, pero así bien músico, con instrumentos, o delante de una consola de sonido.

-        Con auriculares – agregaba Guillermo.

Y así fuimos armando todo el arte. Reacomodamos algunos elementos. Cambiamos los colores de algunos fondos. Obviamente él también se había equivocado y había escrito el apellido Gabilán con v corta. Le expliqué la historia otra vez, porque concluí que no me la había escuchado.

- Yo tampoco sé muy bien si va con ve corta o be larga- me dijo. Lo corregimos. Tipié todas las letras de las canciones, que las tenía garabateadas de la mano de Vanina. Lo mismo hice con los datos de los integrantes de la banda, el estudio de grabación, la autoría de los temas (todos de Pablo Gabilán y uno de Vanina Gabilán. Nos faltaba conseguir la foto de la contratapa.

-        Para hacer la foto podemos decirle a una fotógrafa regrossa que yo conozco- propuso Uiner- Hice varios laburos con ella. Saca buenos retratos. Mirá este – me dijo, y me mostró el rostro de una modelo negra, que luego Uiner lo había insertado dentro de una botella de cerveza negra. Me mostró las distintas etapas del trabajo: La botella con la etiqueta, la botella sola, el rostro solo. Finalmente me mostró las fotos originales, que había sacado esta chica, Gisella.

-        La verdad, comparadas con el laburo final parecen unas fotitos comunes – le dije

-        No, fijate - me explicó – mirá la calidad que tienen estas fotos. Y acercó la imagen del rostro de hasta un detalle de una parte de su mejilla -¿Ves? La agrandás al máximo y no pierde calidad. Además las luces son bárbaras. A Pablo lo tenés que convencer para que vaya al estudio y se saque las fotos ahí. Va a quedar un laburo reprofesional.

-        Ya así, con este dibujo y todo esto, vamos a hacer la diferencia – dije. Me sentía seguro. Cuando salimos le di un abrazo.

-        Che, Guille, buenísmo que estemos laburando juntos. Estoy recontento. No lo puedo creer.

-        Buenísimo, che, yo también. Buenísimo. ¿Te parece que les va a gustar?

-        Yo creo que vamos a hacer un desastre.




Cerca de Quilmes paramos en una estación de servicio a cenar algo. El bar está semivacío. Algunas personas lo ven a Pablo y hacen comentarios en voz baja. No parecen ser público de Los Gabilanes pero lo conocen. Comemos unos sándwiches, salvo Vanina, que pide una ensalada. Tomamos agua y gaseosa todos, menos Tulio, que pide una cerveza. Pablo pregunta cuanto falta para tocar. Falta una hora y media. Se frota las manos y dice:

- ¡Cómo voy a dormir!

- ¿Podés dormir este ratito?- pregunto. Los tres se ríen.

- ¡Cómo! – dice Pablo

- Tres minutos son tres minutos – agrega Tulio

- Y al final de la noche capaz que dormiste tres horas – concluye Pablo.

Terminamos de comer. Pablo se va a la camioneta y Tulio sale a fumar. Vanina hace unos llamados en el locutorio que tiene la estación de servicio, y vuelve a sentarse a la mesa para terminar su ensalada.

- ¿Por qué viniste, Chozas?- ella tampoco dice bien mi apellido, como Pablo. Nunca nadie dirá mi nombre.

- Vamos a tratar de hacer un libro hablando de Pablo, los shows, todo eso.

- Ah. – asiente sin entusiasmo, con una mueca de cierta extrañeza. Vuelve a tocar su telefonito y  también se va a la camioneta. Tulio se queda llamando por otro celular más grande a Roberto. Vamos a esperar a que pase por la ruta para seguirlo. Él paró a comer en algún otro lado, con la banda y la gente del sonido. Cuando termina, salgo a fumar un cigarrillo con Tulio. Me cuenta que es policía, que hace este "extra" que consiste en custodiar a Pablo y manejar la camioneta. Lo hace sólo los fines de semana. Durante la semana Pablo anda sólo y maneja él.

Dentro de la camioneta, Pablo y Vanina duermen en el asiento de atrás. Cerca de las 12 vemos pasar la combi blanca con el resto de la banda y el manager. Tulio les hace una seña y otra mí para que subamos a la Cherokee. Lo hacemos en silencio para no despertar a los hermanos durmientes. Nos sumamos a la caravana. Adelante va la combi, la sigue una cuatro por cuatro igual a la nuestra, pero azul profundo. Tulio me dice que allí viaja el operador del sonido y su gente. Atrás vamos nosotros. Me explica que el camión del sonido ya pasó media hora antes. Esta noche hay tres equipos de sonido en la calle, que llegarán a los distintos bailes siempre una hora antes que nosotros, desarmarán y armarán todo para que esté listo antes de que Pablo llegue a cada lugar, toque y se vaya. Esta noche dos camiones harán dos bailes y el tercero hará tres, en forma intercalada. Y nosotros iremos a todos.



El estudio de la fotógrafa estaba un edificio antiguo, entre Recoleta y Palermo. La idea era que Pablo y yo nos encontráramos allí, a las siete de la tarde. Pablo llevaría el teclado. No quiso auriculares.

Toco timbre y espero. Veo el pasillo a través de los vidrios de la gran puerta de metal negra. Pisos de baldosas negras y blancas. Molduras en las paredes. Una lámpara en el techo. La luz y plantas de un patio interno. Baja la fotógrafa. Pelo muy lacio corto, brillante, impecable. Sonrisa franca. Llave en mano

-        Hola! – me da un beso. Piel suavísima.

-        Hola, qué tal? ¿No llegó nadie todavía, no? - pregunto

-        No. A qué hora les dijiste?

-        Ahora, a las siete – miro el reloj: siete y diez – No te extrañe que tarden.

Todo esto lo decimos caminando por el pasillo, subiendo la escalera desde la que se ve mejor el patio interno, que en realidad es un pulmón de manzana, lleno de árboles frondosos e infinidad de plantas.

-        Qué bárbaro esto acá, en plena ciudad. Que lindo, ¿no? – acoto.

-        Sí – dice. Sube la escalera apenas un escalón delante mío. Escucho sólo el tintineo de las llaves, porque ella casi no hace ruido al caminar. No logro ver qué tiene en los pies porque sus pantalones, anchos, de algodón negro, no los muestran. Entonces miro hacia arriba, una blusa ceñida, multicolor, sin mangas, con unas cuerdas de la misma tela que se enlazan en la espalda que asoma entre hombros pequeños. Su piel no es blanquísima como a primera vista. Parece haber sido entonada apenas por el sol.

Llegamos y suspiramos.

-        Es larga la escalera, viste? – dice

-        Y, estos edificios son así – digo. Pero son bárbaros.

-        Sí, la verdad que sí.

Hace uso de la llave que, más moderna que la puerta, hace un sonido como de desactivar múltiples trabas automáticamente. Entramos. Es fresco. Ya no quiero volver a decir “qué lindo” porque parezco pesado. Pero el lugar es tranquilizador. Techos altos. Paredes impecables de colores decididos. Almohadones en algunos rincones. Sillones (más de uno). Plantas. Equipo de música. Alfombra rústica. Piso de madera tarugada.

-        Esperame – me dice, y señala un sillón. Descubro una pared de ladrillos a la vista. Me siento. Apoyo mis cosas en una mesita, junto a una vela en forma de un gran cubo azul, apagada.

-        ¿Trabajás siempre con Uiner? – me pregunta a su regreso.

-        No, la verdad que no. Nos conocemos desde que éramos chicos. Éramos vecinos, amigos, pero es la primera vez que laburamos juntos.

-        Ah. Qué loco lo de la cumbia y todo eso, ¿no?

-        Si. La verdad que es divertido. Yo entré con prejuicios, pero la verdad que son bárbaros, te divertís... en fin, es laburo.

-        Si. No te creas que me escandalizo. ¡Le saqué foto a cada cosa en este laburo!

-        ¿cómo qué?

-        Uf! Mejor no te cuento. O si no está la otra: los supergerentes de marketing de las superempresas que quieren todo "para ayer" y no tienen idea de nada y al final tardan años en pagarte.

Sonrío:

-        ¿Años?

-        Te  juro. ¿Estamos a octubre? Tengo dos laburos del año pasado que todavía no los cobré. Hay cada caradura en este ambiente. Uiner te habrá contado.

-        Si, me dijo.

-        Sabés la de clientes que corrimos juntos. Yo reclamándole el pago de la foto y él el retoque. A veces facturamos todo junto, a veces no facturamos. Aquél se pone reloco. Tiene un abogado, manda cartas documento. Yo soy un poco más tranquila, pero a veces te sacás. Estás presupuestando un laburo y temblás. Ya sabés que si este mes laburaste poco dentro de tres o seis meses vas a pasar hambre. A veces no te alcanza la plata y decís ¿qué pasó? Y pensás y te acordás que hace seis meses tuviste un bajón de laburo y ahora lo estás pagando... mejor dicho, no lo estás cobrando. Es así, vivis posdatado.

-        Es así.

Mira la hora. Siete y media. Empiezo a llamar a Pablo. Contestador automático. Llamo a Tulio. Tampoco contesta.

-        Qué bajón con estos tipos – digo, intentando separarme de ellos–. Estos pagan bien pero son un bardo, te vuelven loco, no van nunca a ningún lado, te plantan sin ningún tipo de problemas. Yo creo que si le hiciera las tapas de los discos a Mick Jagger no sería tan difícil. Pero pagan bien. Eso sí, todo en billetes de dos y cinco pesos. En efectivo pero en billetes chicos. Es bárbaro porque capáz que tenés un laburo de mil pesos para cobrar y te dan tres fajos que parecen los de las películas.

-        Y encima me imagino que no te podés poner a contarlos en el momento, tenés que confiar.

-        Sí, pero nunca me dieron de menos. Una vez me dieron un billete falso. Cinco pesos falsos, nada mas. Los tengo por ahí.

A las ocho, sin más que decir, y ante la ausencia de Pablo, decido irme.

-        Qué papelón, che, perdoname. La verdad es un papelón.

-        No te hagas problema – aseguraba mientras desandábamos la escalera, ella con sus llaves en la mano.

-        Bueno, te llamo para combinar para otro día. Mil disculpas – junto mis manos como en un rezo, cierro los ojos, hago una pequeña reverencia con la cabeza – no sé que decirte

-        Todo bien – insiste, con vos comprensiva.

-        Hablamos.

-        Dale

Cuando la beso, de alguna manera toco sus brazos con mis manos.




Son las doce. La camioneta va en silencio por la autopista vacía. Es una de las primeras noches calurosas del año. Vamos con los vidrios algo abiertos “porque el aire acondicionado le hace mal a Pablo”. Ellos duermen.

A las doce y media en punto llegamos a la esquina de “Mula-ta” el boliche de Olmos que justamente se inaugura esta noche. El camión de sonido está estacionado en la puerta. La combi con los músicos, en la estación de servicio de la esquina. Nosotros estacionamos a una cuadra del lugar para que la gente no nos vea. Tulio empieza a intentar despertar a los chicos:

- Vanina: ya llegamos ¿despertás a Pablo? Ella se mueve en el asiento, pero no termina de despertarse: se acurruca un poco más, de costado en el asiento, y esconde las manos en los bolsillos del buzo “canguro” blanco. Pablo no se mueve. Duerme más.

Suena el celular de Tulio. Intuyo que Roberto le avisa que no podemos empezar porque todavía hay poca gente adentro. Efectivamente, yo desde la camioneta veo a la gente que todavía hace cola para entrar. Los que pasan caminando por la vereda no se dan cuenta, o mejor dicho, ni se imaginan, que sus ídolos a quienes vinieron a ver duermen en el asiento trasero de esta camioneta de vidrios negros estacionada a media cuadra del baile. Esperamos en silencio, con el único sonido de las respiraciones de los que duermen. De vez en cuando pasa algún grupo de chicos y nos quedamos quietos en la camioneta, mudos, como si estuviéramos al acecho de alguna presa y necesitáramos que todo siga así, sin que nos vean.

Roberto llama un par de veces más. Pablo y Vanina a veces se mueven un poco en los asientos, o giran. De pronto, un chico se arrima a los vidrios. Hace una visera con la mano sobre su frente. Se apoya justo en mi ventanilla y me mira. Contengo la respiración. Apenas muevo mis ojos en dirección a Tulio, esperando instrucciones, sin éxito. El chico recorre con su mirada el interior de la camioneta hasta que en el asiento de atrás descubre a Pablo pese a que está tapado con la capucha del buzo.

- ¡Uy! – dice, grita  – ¡Es Pablito! – y se dirige a mi, para confirmar: -¿Es Pablito?- grita a través del vidrio. Yo no digo nada, y contengo la risa. Vuelvo a mirar a Tulio que, más acostumbrado, parece que estas escenas ya no lo divierten. Me quedo en silencio, y el chico se va hacia donde está la cola.

Tulio vuelve a intentar:

- Vany...- mirándola por el retrovisor.




-        Che, está rebuena la fotógrafa – le digo a Guillermo cuando hablamos por teléfono, luego de contarle el plantón que nos hizo Pablo y la excusa promesa que volvió a hacerme (“Me recolgué, perdoname, Chozas, me recolgué. Esta vez nos encontramos temprano, a las cuatro. Me levanto, como y vamos para allá. Arreglá con Tulio que si me quedo dormido me lleve de los pelos")

-        Ahora hay que esperar que la cumpla- le dije a Guillermo - ¿Sabés si se enojó?

-        No, no te preocupes, todo bien. Me dijo que vos estabas re mal, me dijo que te diga que no te hagas problemas. Entendió todo, boludo.

-        Che, es re linda – volví a decir.

-        Si, viste, la verdad que la conozco hace tanto. Es divina.

-        ¿Tiene novio?

Guillermo ríe.

-        No, no sé, siempre anda con problemas, siempre se pelea, sufre. Sale con un chabón, a veces, que es director de arte de una agencia. Y el flaco no le da bola y ella se muere. Siempre se pelean y vuelven a estar juntos. ¿Hoy la ves?

-        Sí. Buenísimo. Espero que hoy vaya Pablo.

-        ¡O no, boludo!

-        No, boludo, otra vez no, sería un papelón.

Desde las tres de la tarde empecé a llamarlo a Tulio. Me dijo que estaba yendo para la casa de Pablo y que lo traía sí o sí.

-        Boludo, por favor, mirá que la mina esta me mata

-        Fumá – me dijo Tulio.

 



Cuatro y cuarto. Timbre. Pasillo. Ella.

Vestimenta muy parecida a la anterior. Cambió pantalón negro por violeta. Otra blusa con breteles para los hombros descubiertos. Aunque la blusa es negra, al verla llegar por el pasillo es indudable que estamos en primavera.

Llave, puerta que se abre, beso. Afectuoso. Cara de complicidad, mía, como queriendo decirle que espero que hoy se pueda hacer todo.

Pasillo, escalera. Esta vez la subimos juntos, a la par. Como es ancha, entramos los dos.

-        Esperame que termino un trabajo- me dice.

Es un jabón. Le está sacando fotos a un jabón, sobre una jabonera, que a su vez puso sobre un cajón de manzanas.

El estudio es una habitación que en la visita anterior no había conocido. Parece mágico. Se abre la puerta y se entra a un ambiente irreal. La pared se une al piso en una curva, sin vértices.

-        Se llama sinfín – me explica.

Esa continuación de la pared en el piso es de un verde clarísimo tan impecable que ella trabaja descalza. Me explica que lo tiene que pintar una vez por semana o cada quince días para mantenerlo intacto, y que a los modelos les pega diarios en los zapatos para que no manchen nada.

Dos luces potentes con dos paraguas apuntan al jabón. La cámara mira todo, muda, desde arriba de un trípode robusto, estable. En el piso, cuidadosamente fuera del sinfín hay un aerosol de espuma de afeitar y un rociador de peluquería.

El trabajo es así: Se descalza. Acomoda una luz, le agrega espuma al jabón, lo rocía, lo humedece. Dispara. Cambia una luz, rota el jabón. Dispara. Agua, espuma, y así.

Cada vez que sale de la escena queda ella en penumbras, inclinada sobre la cámara contrastando su silueta contra las luces del set. Toda la escena en si misma es digna de otra fotografía. Me siento en un rincón. Cuatro y media. Pablo no viene. Ella trabaja. Espero.

Finalmente avisa que terminó.

-        ¿Querés verlas? – me dice

-        Sí, ¡claro!.

Me acerco. Señala mis pies. Me quito los zapatos. Toca unos botones de la cámara y por la pantalla empiezan a pasar las imágenes. Se detiene en una:

- Me parece que es esta, mirá – El jabón está en primer plano, inclinado, ocupa casi toda la pantalla. Se ve la espuma casual, a punto de caer. La jabonera mojada. Y el choque con la textura rústica de la madera del cajón de manzanas.

-        ¡Qué bueno! – digo

-        Falta que la retoque Uiner y le agregue los brillitos, burbujitas y todo eso. A veces me deprimo, porque yo saco una foto que está bárbara, y después, cuando la comparás con el trabajo final que entrega Uiner, parece una cagadita.

Reímos, y dice:

-        Che, estos no vienen

-        No, la puta que los parió. Voy a llamarlos

Lo hago, me atiende Pablo.

-        ¡Chozas, te asustaste! Allá vamos, estoy en cinco minutos ahí.

Cuando vuelve Gisella se lo digo.

-        Ah, bueno. Eso significa que falta como media hora ¿no?

-        Sí, seguro que sí, ¿no? En el mejor de los casos vienen en media hora.

Se queda pensando, mirando el set, una mano en la barbilla, la otra en la cintura, hasta que dice:

- ¿No me hacés un favor?

-        Sí. ¿Qué?

-        Mirá, parece una boludez, en casa de herrero cuchillo de palo, pero necesito una foto para mandarle a unos amigos de España. Es medio largo de explicar, son para publicar en un sitio de internet, va la foto de medio cuerpo al lado del currículum. Ya probé sacarme quinientas fotos con el automático y no me gusta como quedan porque para cuando estoy lista el coso no dispara y salgo siempre con cara dura, y viste, estos tipos son así, recreativos, y tenés que dar una imagen informal, y todo eso, así que te, pido – y puso cara de tierna, para decir- ¿vos no me sacarías una foto?

-        Una foto?, je, sí, como no! Bueno, pero ¿qué hago? Vos me decís.

-        Mirá –. Cambia de lugar el cajón de manzanas y dice: - Primero sentate vos. Primero yo te enfoco a vos, y te dejo todo preparadito, el foco, el diafragma y todo. Después cambiamos de lugar y lo único que vos vas a tener que hacer es apretar este botón.

-        Bueno – aprobé.

Se  produce lo anunciado. Me enfoca un rato, mueve el lente. Me siento incómodo, no sé qué hacer, apuntado por el lente. Hago muecas. Frunzo la nariz. Finjo indiferencia. Cuando termina de acomodar la cámara, cambiamos de lugar. Entonces se sienta ella sobre el cajoncito, tambaleante, recordemos que está descalza. Ambos lo estamos porque yo también tuve que cumplir el ritual. Efectivamente, el lente la enfoca en primer plano, o algo menos. Un plano que la toma desde el cuello para arriba. Sin embargo, la foto me queda descentrada. Supongo que por las distintas alturas, su cabecita queda abajo del cuadro, con mucho espacio arriba. El plano podría bajar. Tomaría sus hombros y su cara quedaría en el centro.

-        Ché esto está mal – y le explico lo que pasa.

-        Bueno, dale, bajalo, no importa.

Comienzo a bajar. Así está mejor. Quizás perdió algo de foco.

-        ¿El foco es de acá? – digo tocando el borde del lente.

-        Sí, de ahí – se inquieta – pero no lo toques, está en foco

-        No, no, se ve que cuando lo bajé se salió de foco.

-        Mhh – hace una mueca de no confiar en lo que digo - ¿seguro?

Disparo.

-        ¿Va bien?

-        Buenísimo, saliste re natural, re expresiva - Y disparo otra foto. Vuelve a poner su cara de desconfiada. Sacude su pelo lacio hacia adelante, para que le tape la cara. Ambos entramos en el juego. Dejo de disparar. Acerco el lente lo más que puedo. Tengo su ojo, parte de su ojo cubriendo toda la pantalla.

-      Qué buen zoom que tiene

-     Sí ¿no? - y mira lejos, para no mirar a la cámara. Vuelvo a disparar. Y vuelvo a bajar. Estoy enfocando el detalle de su hombro derecho, sobre un borde de la pantalla asoma parte del bretel. Disparo. Bajo y me desplazo hacia el centro, donde se unen sus pequeños pechos. Disparo. Respira hondo. Crecen. Disparo una vez más. Lleva sus manos al escote. Disparo sobre sus manos. Sigo bajando. Un primer plano de la tela del pantalón, en la pantorrilla. No disparo. Sigo bajando. Llego a sus pies que, juntos, desnudos, uno encima de otro, se posan apenas en el piso. Disparo.

Saco la cabeza de la cámara. Suspiro sonoramente, como habiendo terminado una misión. Tengo que decir algo. Hace calor.

La miro buscando complicidad, pero casi serio, temeroso. Realmente la concentración hizo que nos olvidáramos el uno del otro a pesar de que en ese instante nada en el mundo existiera más que el uno y el otro. No la encuentro. Livianamente, se saca el pelo de la cara y dice, abanicándose con la mano:

-        Uf, bueno, listo, gracias, che, buenísimo.

-        Sí –. Maldigo no saber como seguir. A juzgar por mi estado, simplemente debería abalanzarme sobre ella. Las reglas de la civilidad y algo en su actitud no me lo permiten. Y el punto intermedio no existe. Sigue alejándose.

-        ¿A ver? – saca la cámara del trípode y se la lleva, para mirar las fotos a otro lado. Parado como un bobo, hurgo en mi cabeza para encontrar una idea que me permita remontar ese momento, volver a la cresta de la ola, esa en la que hace un instante surfeaba como un experto sin darme cuenta.

Vuelve y se sincera en algo:

- Están buenas. Hay algunas que están buenas. Se las voy a mandar al gallego para que él elija. Seguro que va a poner un pie, o algo así. Están buenas, van a servir.

Opto por callar. Quizás el silencio me haga más interesante. Pero ella opta por lo mismo, mientras ordena el cajoncito de manzanas, lentes, el trípode, luces.

-        ¿Por qué no los llamás? – dice de pronto

Tardo un instante en entender a qué se refiere, me había olvidado que estábamos allí esperando a Pablo Gabilán y su trouppe. Cuando caigo en la cuenta, finjo naturalidad para responder:

-        Sí ¿no?

Busco el teléfono y empiezo a marcar el número de Pablo. Lo olvido. Olvido el número. No lo puedo recordar. Me ufano. Marco una opción, marco otra y corto antes de llamar porque entiendo que no son esos los números. Bufo en voz alta. Busco mi agenda

-        La puta que los parió

-        ¿Qué pasó?

-        No, no me acuerdo el celular

Revuelvo en la agenda. Encuentro el número. Me siento desprolijo, caen papeles. Marco.

-        “El celular al que usted llama está apagado o fuera del área de cobertura” – me dice

-        La reconcha bien de tu madre

-        ¿Qué te pasa?

-        No sé, ahora apagó el celular este boludo. ¡Me vuelven loco! – casi grito

Busco el teléfono de Tulio. Lo llamo. Lo mismo. Soplo y resoplo. E informo:

-        Tulio también. Tulio tampoco está. No me contesta nadie, son unos hijos de puta, che, siempre lo mismo. Yo no entiendo. Por qué no me dicen que no van a venir y listo.

Sonríe un poco ella mientras hace sus cosas. Llamo también a Andrés. Él sí me atiende, y le cuento. No se sorprende, me hace alguna broma y después, ya más serio, me dice:

- Decile a la fotógrafa que le pagamos igual la sesión, que no se preocupe.

-        Decíselo vos.

Le paso el tubo. Gisella escucha y responde:

-        Aha.... no hay problema... quedate tranquilo, está bien... no, todo bien, todo bien, no, mirá, si hasta me estuvo ayudando este muchacho.... en serio, está mas mal él que yo... bueno, bueno... listo, bueno... ¿te paso con él?... Bueno, chau. – Corta y agrega:

-        Te manda saludos.

-        Son todos una manga de hijos de puta.

Ira. Lo que sentía era ira.

-        Bueno, querés un vaso de agua? Dale que ya viene mi hora de yoga. Te vendría bien a vos el yoga.

Empecé a enojarme con ella.

-        ¿Nunca hiciste? – preguntó.

-        Creo que lo último que me falta en este mundo es hacer yoga.

-        En serio, el saludo al sol. Dale relajate. ¿Querés saber cómo se hace el saludo al sol?

-        Si, saludo al sol. Dios mío – decía que no con la cabeza.

-        Tomá un vaso de agua y mirá – y se acostó en el piso.

“Y ahora qué se propone esta mujer”, pensé. Estuve a punto de entregarme a su juego. Pero ya era imposible. Me sentía ridículo. Era curioso, porque mientras ella hacía cosas ridículas como alzar sus brazos al cielo, juntarlos en el pecho, agacharse en cunclillas, levantarse varias veces y ponerse en puntas de pie, era yo quien aumentaba mi sensación de ridículo. Lo que aumentaba era mi vergüenza, parado allí. Y ella seguía.

-        Dale, intentá, lo hago despacio – repetía la serie. Respiraba lentamente. Logré hablar.

-        ¿Y eso para qué sirve?

-        Es bárbaro, parece que no hacés pero hacés

Continuaba mirándola, negando con la cabeza.

-        Relajate, dale – terminó sus movimientos y se desplomó en el piso, estirando los brazos y las piernas, exhalando hasta vaciar los pulmones, supongo – por lo menos hacé esto, relajate. Tirate al piso, dale.

Tenía la agenda en la mano. Tenía calor. Me sentía torpe. Cerró los ojos y respiró hondo. Una vez, otra vez, y otra vez más. No habló más. Mientras la miraba en el piso, mi sensación de no saber qué hacer seguía intacta. Finalmente opté por sentarme en una silla evitando hacer ruido. Ella movió los ojos bajo los párpados. Luego se quedó más quieta. Su respiración se hizo más lenta. El silencio era insostenible. En cuanto a mí, cualquier movimiento que intentara hacer por ínfimo que fuera haría crujir la silla o hasta mi ropa. Por eso estaba duro, tenso como una roca, casi sin respirar.

Esperé. Creo que debo haber estado en ese absoluto silencio unos diez minutos. Quizás menos, pero pareció eterno. De pronto empecé a tranquilizarme. Me acomodé en la silla y ella no se inmutó. Me moví francamente, ya intentando terminar con el juego, para que me escuche. No hubo caso. Antes de comenzar a llamarla, la voz casi no me salía, o imaginaba que cuando saliera, aunque lo hiciera en susurro sonaría como un grito. Entonces antes de hacerlo, empecé a toser, a carraspear. Nada cambiaba. La llamé, muy despacito, con miedo a sobresaltarla, desde mi silla:

-        Gisella

Más fuerte apenas:

-        Gi-i

Respiré hondo, miré a mi alrededor. E intenté una vez más, ya en tono normal:

-        Gisella

Y otra:

-        Ho-la... ¡Eu!

Me  incorporé.

-        Te vas a la puta que te parió – dije, tomé mis cosas, y me fui. La puerta de abajo estaba abierta.





Vanina se despierta y sacude a Pablo un par de veces. Pablo dice: “¿que pasa, no se toca?” y Tulio le explica que estamos esperando a que la gente entre al boliche, y que en cuanto eso ocurra empiezan. El chico de antes, el que nos había examinado a través del vidrio, vuelve con otro amigo a mostrarle su descubrimiento. El otro hace lo mismo, apoyándose la ventanilla y le dice:

- No, qué va a ser. No puede ser Pablito.

Y llaman a unos y otros amigos para que opinen. Dos, cinco, seis. Golpetean la ventanilla. Ya vieron también a Vanina. Suena el Celular. Tulio atiende y pone en marcha la camioneta.

- Bueno, vamos... – dice, y nos lleva hasta la puerta del boliche. Lo que sigue ocurre en unos quince segundos: Se arrima otra persona de seguridad a la camioneta. Empujan a los chicos que la rodeaban. Se abren todas las puertas. Bajamos todos juntos. Pablo, Vanina y Tulio en fila india tras el patovica del baile. Yo detrás de ellos. La gente manotea a Pablo, a Vanina. Me miran a mí. Entramos por una puerta del costado. Atravesamos un pasillo. Nos invade un delicioso olor a choripán, o algo así. Subimos una escalera angosta y empinada. Pablo, que hace menos de un minuto dormía atrás mío, ahora se cuelga el teclado y empieza a hacer acordes. Vanina se para al lado de él. Increíblemente la banda está tocando el primer tema.

-“¡¡¡Fumancheros!!!” – grita Pablo, y empieza el show. Su cara acusa que hace un rato dormía plácidamente, pero la gente no lo nota en absoluto.

- “Yo quiero vivir anestesiado”- canta Pablo. Vanina sonríe y entrecierra los ojos. Tampoco creen que sea somnolencia. Bailan entusiasmados. Pese a que esperamos, es temprano y son pocos. Calculo unas ciento y pico de personas. De todos modos, el lugar es chico. Parece un club de barrio, o una sociedad de fomento: un galpón de no más de 200 metros cuadrados. En el techo hay cinco (los cuento) reflectores de colores que apuntan al escenario. El resto de la iluminación es la que trajeron Los Gabilanes arriba del escenario. Pero suena fuerte. Se escucha bien.

- Las palmas de todos los negros ahí-

La gente responde. Ropa pasada de moda, zapatos, relojes. Hombres con camisas desabrochadas o remeras de Gabilanes. Chicas con las mismas remeras. Algunas se suben a los hombros de alguien como seguramente lo vieron en la tele unas horas antes y revolean alguna remera gritándole al escenario. Todos corean las canciones completas. De punta a punta. Los temas conocidos y los nuevos, que la Compañía todavía no editó. Los que están más cerca del escenario hacen pogo. Se empujan unos a otros. Algunos intentan subir. Algunas chicas lo logran. Suben por el frente del escenario y Tulio o algún otro la saca a los sacudones hasta el costado y la baja violentamente por la escalera. Ellas vuelven al tumulto, a intentar subir otra vez.

Quince minutos después el show termina, y estamos corriendo otra vez en fila hacia la camioneta entre gritos.

- “¡Pablitoooooo!” – dicen algunas chicas. “Está destruido”. “Está re-loco”, se dicen los chicos unos a otros. Y entiendo que todavía está dormido.

Subo primero. Pablo y Vanina después. Al final Tulio, y pone en marcha el motor. Pablo dice:

- Una moneda. Dame una moneda – le pide a Tulio.

Vanina revisa sus bolsillos (yo también) y le da la moneda. Pablo baja la ventanilla y cuando la camioneta empieza a moverse le tira la moneda a la gente que está afuera, y grita:

- ¡Cuidensé guachines!

La camioneta dobla en “U” y se detiene en un semáforo. Un grupo de chicos vuelve a acercarse. No son muchos. Pablo y Vanina van estrechándole las manos a todos, y los saludan, con cariño, como si los conocieran y tan solo se estuvieran despidiendo después de una visita.

Pablo dice:

- Vamos guachín

Vanina no dice nada. Sólo sonríe con los ojos marrones entrecerrados detrás del destello del piercing. El semáforo se pone verde. Terminó el primer show.

 



Cuando llegué a mi casa, sin las fotos, sin Gisella, sin familia, sin nada, me senté en la mesa y casi me pongo a llorar. Sólo, hablé en voz alta:

-        No puedo ser tan boludo.

Respiré hondo, no podía dejar de hacerlo sin pensar en la estúpida relajación de Gisella. Comí bocados que encontré en la heladera, resabios de otros días.

Ya de mejor humor, intenté escribir:


Saludo al sol

de tu parte

tengo media hora

y convengamos que el mundo no está bien

 

Igual

voy a hacerte caso

voy a pararme derecho

la frente en alto

una postura valiente

 

Acá estamos

mirando el infinito

 

Saludo al sol

verte feliz

Olvido que lastima

no hay tsunamis

no hay quienes los provocan

no hay opresores ni vencidos

 

Saludo al sol

Busco mi eje

El resto lo imagino:

todo andará mejor

mis hijos tendrán donde vivir

el mar no invadirá las costas

los dueños de todo dejarán algo

 

Respirar tranquilo

Entregar mis manos al sol

como si fuera inocente

útil

acogedor

 

Cierro los ojos

Debería funcionar

 

Solo nuestras respiraciones

Solo la música

 

Pero vos estás dormida

Y yo solo nada puedo hacer

 

El tiempo siempre me persigue

El sol se va

Y todos nos iremos

 

La única libertad, la única seguridad, durante todo ese tiempo, fue escribir.




Rompo el silencio haciendo el obvio comentario sobre lo abrupto que me resultó verlos dormidos y al rato cantar arriba del escenario. Se divierten algo con lo que digo. Pablo me dice que en realidad eso le hace mal a la voz. Dicen algunas cosas más sobre el lugar, el sonido, el teclado.

- Yo no soy músico – aventura Pablo. Pero lo dice orgulloso.

Tulio habla con el celular. Vamos para “Escándalo” de City Bell. Es cerca, son la una y media de la madrugada. Subimos otra vez a la autopista y viajamos no más de diez minutos, en donde los chicos no llegan a dormirse. Sólo hablan en voz baja entre ellos o por sus celulares. Otra vez se armó la pequeña caravana. La combi adelante, y detrás nos vamos pasando unos a otros con la otra cuatro por cuatro y con un Renault 9 de unos diez años que va aplastado, cargado de chicas. Van cuatro en el asiento de atrás, dos en el delantero y el chofer –por cierto, gordo-. A veces nos pasa por la derecha, a veces por la izquierda, a veces los pasamos nosotros a ellos. Cuando se acercan los autos nos saludan o nos miran. A veces no. Ya están acostumbradas a hacer estos recorridos. Tulio las señala con la cabeza y me lo confirma:

- Son del fanclub.

Después me explica que Gabilanes tiene 50 clubes de fans “oficiales”. Oficiales significa que tienen un carnet que les da la compañía para entrar gratis a cualquier show en el que toque el grupo.  Y cuando el grupo toca en Buenos Aires aprovechan ese beneficio al máximo: alquilan un remís y acompañan el vertiginoso recorrido de las camionetas. Tulio se queja:

- A mí me molestan. Se te cruzan adelante, van pegadas a la camioneta y vos viste como vamos: es un peligro. Si llegás a tener que hacer una maniobra complicada te las ponés de sombrero y después salimos en los diarios. Nosotros tenemos que tener cuidado y mantenerlas lo más lejos posible porque son un problema. Te hacen perder el tiempo y entorpecen el laburo. Con el carné ellas entran gratis – y remarca:- pero por la puerta. Ellas tratan de entrar con el músico y subir al escenario y es un problema. Hay otros músicos que no lo entienden eso. Por suerte Pablo sí, y te deja trabajar tranquilo. Él tampoco les da demasiada bola. Las saluda y todo, desde la camioneta, pero hay músicos que las dejan subir a las camionetas o a los hoteles, y eso es un quilombo. El problema también está cuando el manager y todos los que laburan en el grupo se enganchan en esa. Hay managers que son más artistas que el artista, y vos sabés que para acercarse al artista las chicas son capaces de cualquier cosa. Pablo y Vanina, en el asiento de atrás, parece que no escucharan.




La voz de Guillermo sonó grave, demasiado grave para lo que estaba diciendo, parecía que quería decir algo más y no se animara a hacerlo:

-        ¿Sacaron las fotos el otro día?

-        No me hablés. Estoy podrido, no me vas a creer. ¿Podés creer que otra vez no fueron? Son tremendos, no sé. Vamos a tener que meterle fotos de boliches, de recitales, no sé, dibujos tuyos, no sé.

-        Pero ¿vos fuiste a lo de Gisella? – seguía grave, muy grave, pero no se animaba a decirme nada más.

-        Sí. No me hablés. Esa es otra. ¡Está mas loca que yo. Guille! Por un momento creí que íbamos a garchar, no sabés, después te cuento.

-        ¿Pero qué pasó? – su seriedad, definitivamente me despertó la curiosidad para repreguntarle:

-        ¿Por qué? ¿te dijo algo? – pero la gravedad de Guillermo no estaba en ese nivel. La gravedad de Guillermo iba por otro rumbo que nada tenía que ver con lo que yo podría haberme imaginado nunca:

-        Está en coma, boludo.

-        ¿Qué? ¿Quién?

-        Está en coma, boludo, Gisella está en coma. Hace una semana. Me enteré por el flaco este con el que curtía. Vino acá, de casualidad, y me lo contó.

-        Boludo, pero ¿qué pasó? ¿cómo fue? ¿un accidente?

-        No sé, tengo que llamar a la vieja y no me animo. Parece que la encontraron en la casa, tirada, acostada en el piso, no estaba lastimada, ni nada, la encontraron así, y no pudieron despertarla. Un accidente cerebrovascular, o esas cosas, no sé.

Las piernas me temblaron y un susto inmenso se instaló en mi pecho, más grande de lo que pueda explicar nunca.

-        No lo puedo creer.

-        Vamos a verla, está internada - me dijo

-        No sé, yo ni la conozco, no sé.

No sabía qué decirle a Guillermo. Estaba asustado,  apesadumbrado.

-        Acompañame, boludo.

-        Bueno, vamos. Averiguá cómo y vamos.

Los dos hicimos silencio un rato.

-        Qué los parió, boludo, veintisiete años – dijo Uiner

-        Increíble.

Y diciendo cosas así, cortamos. 




Retomar la autopista me reafirma que estoy viviendo un raro privilegio. De qué otra manera podría viajar en una camioneta que vale mas o menos lo mismo que la casa que dejé en Necochea. De qué otra manera podría recorrer esta autopista a casi doscientos kilómetros por hora casi en silencio. De qué otra manera podría ver un tigre pintado en el capot, que como yo, mira el camino, las líneas de los carriles que lentamente se desplazan hacia un lado y hacia el otro. Suponer que Pablo y Vanina están dormidos le permite a Tulio encender el aire acondicionado muy levemente, apenas como para que terminemos de olvidarnos de que afuera hay un mundo exterior, un clima, autos pobres, ruidos.

Al hacerlo, al encender el aire acondicionado, Tulio me hace una seña pidiendo silencio, llevando el índice a la boca, para que nadie sepa que lo hizo.

Y yo miro los detalles del tigre del capot, que me parecen cada vez más complejos, y a la vez más claros, como reales.

Volvemos por la autopista Buenos Aires La Plata en dirección a “Escandalo”, antes de que Tulio me cuente lo que todos sabemos.

 


 

 

 

Con Guillermo nos encontramos directamente en el Hospital Modelo San Fernando

-        ¿Es público? – pregunto yo

-        No, como va a ser público, mirá como está – me desasna

-        Y por qué se llama hospital? ¿hospital no quiere decir público?

- ¿Qué se yo? – terminó de enojarse Guillermo. No entendí porqué le pregunté eso a Guillermo en ese momento. No entendí por qué se enojó tanto. Definitivamente no entendía nada desde hacía mucho tiempo en mi vida, pero más empecinadamente en estos últimos días. Mientras caminábamos por los anchos pasillos encerados, mi confusión iba en aumento, hasta transformarse en dolor. Allí estaba otra vez, conmigo, como siempre, ese dolor tan familiar que siempre fue el mismo exactamente, enfrascado en distintas situaciones. Esta vez era el dolor de ir a visitar a una chica de la que quizás me enamoré, o no, y ahora estaba en estado vegetativo. Ahí estaba ese susto otra vez bien instalado, en el centro de mí, como siempre, justo en un hueco que tengo entre la panza y el pecho. Un hueco que no sé si tienen todas las personas. En mi caso pareciera haber estado diseñado para eso.

La escena no era muy distinta a las de las películas. El médico diciéndole algo a una pareja que se abraza por infinita vez y llora la confirmación de que no hay novedades sobre su hija. Una vez consolada, al menos algo, la mujer con entereza responde a las preguntas que delicadamente elige Guillermo para saber qué fue lo que le ocurrió a Gisella. No averiguamos mucho más. Van a operarla. Un cuágulo en la cabeza. Las posibilidades son mínimas pero existen. Puede haber secuelas que por la falta de explicación del médico o la falta de confianza de la madre, no se nos van a informar. No entramos a la habitación. Las normativas del Hospital Modelo sirven para recordarnos que no somos personas tan allegadas a ella como para admitirnos entrar a la sala de terapia intensiva. Deberían entrar familiares directos, su conyuge o pareja. Pero solo entran sus padres.




Rumbo a “Escándalo” Tulio me muestra el lugar de la autopista donde volcó la camioneta que mató al cantante Rodrigo Bueno. Esa autopista que mucho tiempo estuvo cerrada para que alguien investigue si se trataba de un accidente o un asesinato.

- “Varios se llenaron de guita con los millones de discos que vendieron a partir de ese vuelco”- me explica Tulio. Pero para que eso pase no hubiera hecho falta que lo maten. Simplemente que se muera. Y tarde o temprano iba a ocurrir. Un año más o un año menos.

Entramos a un estacionamiento al costado del boliche, y nos están esperando varias personas. Todos tienen grabadorcitos de periodistas. Son de radios locales. Pablo los hace entrar uno a uno a la camioneta y todos salen contentos con la primicia grabada.

Después entramos al baile. Directamente al escenario. Allí espera el público, exaltado. Diez veces, cien veces más personas que en el baile anterior. Este baile es gigante, con luces robóticas que siguen a Pablo. Con un locutor que lo presentó con eco, e interviene entre los temas. Con un sector vip que da justo arriba de uno de los laterales del escenario, del que cuelgan los brazos de infinidad de chicas y chicos. Los miro intentando entender que hago yo en ese lugar. Nadie me ve. O si. Ellas deben pensar que todos somos famosos, importantes, millonarios como Pablo, como el manager. El marco es fabuloso. Sobre el escenario, detrás mío, veo la placa de bronce que dice “Aquí tocó por última vez Rodrigo Bueno”. Es una placa pequeña, que no se ve desde donde está el público. Está allí, como la placa de una escuela, de un museo, o de un abogado. Solo la  vemos quienes por alguna razón podemos subir al escenario.

La música casi es tapada por el tumulto de la gente. Veintiséis minutos después estamos abajo, subiendo a la camioneta, que al poco tiempo empieza a rodearse de publico vip que pudo ingresar al estacionamiento. Incluso los de las radios también a esta altura ya se confunden con los fans gritando y riendo contentos detrás de la camioneta. El portón se abre y el tumulto se transforma en feroz. Chicos que golpean sonoramente el capot y el techo de la camioneta. Alguien arranca la antena. Zigzagueando logramos escapar.




Hablé con Pablo: arreglé un peso por libro para él. ¿Está bien, no? – me contó Andrés por fin una tarde de invierno.

-        Y sí, un libro, un peso, diez mil libros, diez mil pesos, cien mil libros, cien mil pesos y yo no laburo más... – le contesté

-        Bueno, todavía tenemos que ver los costos de todo, para ver cuánto nos queda a cada uno no, cuánto me vas a cobrar...

-        Si, nosotros también podríamos ir a porcentaje entre nosotros, definir cuánto para cada uno.

-        O capáz que te compro los derechos de autor y listo...

-        Si me conviene- le contesté a Andrés, en el mismo tono de naturalidad y broma, para que no se note todo lo que yo tenía puesto en ese libro: la posibilidad de encarar un proyecto, al menos uno. La posibilidad de hacer alguna diferencia económica, para ponerme al día en alguna de las cuentas que debía. ¿Hacerme famoso? Eso ni siquiera me animaba a pensarlo porque me imaginaba que tanta presión me podría jugar en contra a la hora de sentarme a escribir. Trataba de disimular también ese miedo, el de, simplemente, no poder escribirlo. Porque ahora faltaba eso, nada más y nada menos, escribirlo. No es como escribir por trabajo, frases, notas, notitas. O poesías, noveluchas, cuentos, pero nunca con la seguridad de publicarlas. Esto era otra cosa. Pero, pese a todo el miedo, asomaba una especie de confianza extraña en mí.

-        Te vas a tener que ir por lo menos una noche con ellos en la camioneta

-        Si, seguro, claro, no hay problema

-        ¿Te animás?

-        Sí ¿Por qué no?

-        Mirá que van a los pedos ¿eh? Ahí vas a aprender lo que es la velocidad.

-        A ver si terminamos hechos mierda como Rodrigo...

-        Rodrigo... De Rodrigo te enteraste vos, pero sabés todos los que se estrolan a la noche, sabés los palos que se pegan... Por suerte, nosotros no. Tulio y Roberto son unos fenómenos manejando. Cuando voy yo, prefiero ir con ellos antes que en mi camioneta, porque voy más seguro que si los corro detrás.

-        Y ¿cuando voy?

Arreglá con Roberto.


 

 

Hijos de puta hay en todas partes. Es algo que atraviesa todas las clases sociales, edades, ideologías. Bueno, en realidad son una ideología. Uno puede estar delante de una persona y no saber si es radical, peronista, jefe, empleado, maestro. Pero enseguida uno se da cuenta cuando está delante de un hijo de puta. Roberto lo parecía. Su rostro lo delataba. Cuando lo fui a ver para que me dijera qué día podría ir con ellos a acompañar a Pablo a una gira me preguntó:

-        ¿Vas a venir con nosotros?

-        Sí.

-        ¿Y Andrés lo sabe?

-        Andrés me pidió que lo viera con vos

-        Ah, bueno, menos mal, porque a veces me tiene pintado acá. Arregla con alguien y ni me avisa. La otra vez, cuando vinieron los de Paraíso a filmar un show ni me avisó, y salió todo mal. Me tienen que avisar.

Hice un gesto intentando explicar que eso era lo que estaba haciendo: avisarle. Es más, le pregunté:

-        ¿Y vos qué día me recomendás?.

Levantó la vista de sus planillas como deteniendo el tiempo. Pareció sentirse mejor.

Su trabajo en la Compañía era variado. De martes a viernes llegaba a la tarde y recibía los llamados telefónicos de los bailes que querían contratar a Pablo. Y los fines de semana viajaba en la camioneta del grupo y les cobraba el show a cada uno de los boliches en efectivo y por adelantado.

Sus conversaciones eran intercaladas cada cinco o diez minutos con frases del tipo:

-        Andrés me tiene confianza -, o bien – yo soy la persona de confianza de Andrés – o – él delega todo en mí – o – soy su colaborador directo. En realidad, no había otro, más que la recepcionista, que ni en sus sueños más optimistas se imaginaba compitiendo con él, ni con nadie.

- ¿Qué querés? ¿tranquilo o violento?- me preguntó

-        Y... – lo pensé un instante y le contesté con seguridad:

-        Violento.

Miró las enormes cartulinas que tenía sobre el escritorio, delante de su gran panza, en las que previamente había dibujado grillas. Cada cartulina correspondía a un fin de semana y la iba completando con un marcador rojo como él, a medida que contrataban a Pablo. Así iba armando los recorridos. A su lado una vieja computadora estaba encendida sin saber nadie para qué.

-        Violento, violento... – murmuraba, examinaba y pensaba. Pasaba las cartulinas:

-        El sábado, el 27 vamos a Salto, El 28 Entre Ríos, el cinco... el seis... finalmente dio su veredicto:

-        El catorce. El catorce es violento. En realidad es ideal: Arrancamos en un bolichito bien de campo que inaugura ese día. Después nos vamos para el baile donde tocó la última vez Rodrigo. Imaginate, para un documental. Después vamos a Mundo, de Puente de La Noria, donde lo velaron a Walter Olmos.

Era cierto. A Walter Olmos, después de que apareció muerto en su cama con el arma al lado, lo velaron en un boliche que se pobló con gente que hizo 1 km de cola para despedirlo.

-        De ahí nos vamos a La Casona de Lanús, que es lo mejor del sur.

-        A sí, a ese lo conozco, a ese iba yo cuando era chico. En realidad me rebotaron en la entrada varias veces– agregué para, al fin, decir algo.

-        Después hacemos dos o tres bolichitos medianos o chicos de Monte Grande, Claypole, Barrio San José. Falta que me confirmen algunos.

De cuando en cuando atendía el teléfono. Se reía agitado. Todo el tiempo lo estaba. Fumaba permanentemente y sin embargo no tenía cenicero. Cuando terminaba cada cigarrillo hacía un extraño ritual: sin interrumpir la conversación levantaba un vaso de agua y volcaba una pequeña porción del líquido sobre el escritorio, un charquito algo más grande que una gota grande. Luego tomaba la colilla del cigarrillo que acababa de terminar, y mojaba su punta encendida hasta apagarla, intentando no tocar la madera. Pero irremediablemente, la mesa tenía marcas de quemaduras. Una vez que lograba apagar dificultosamente el cigarrillo, y sin interrumpir su conversación, que podía ser telefónica o personal, lo tiraba al tacho de basura. Cuando colgó, lo miré extrañado intentando una falsa complicidad. Antes de que llegara a preguntarle por qué apagaba los cigarrillos de esa extraña manera, me respondió:

-        Acá nadie sabe que fumo. Le prometí a Andrés que iba a dejar de fumar, así que si ensucio un cenicero estoy listo, se da cuenta. Además, seguro se lo cuenta a mi mujer, que tampoco sabe que fumo.

Intenté sonreir.

-        ¿Para qué venís? - me preguntó. Le expliqué lo del libro.

-        Ah, y por qué no lo hacés con alguien famoso. Bah, que lo haga alguien famoso. 

-        Si, ya me dijo Andrés, pero no, al final vamos a probar así.

-        Ah, no, yo digo porque venderíamos un montón.

Intenté cambiar de tema:

-        Che, Rodrigo, Walter Olmos, no será medio yeta ese recorrido, ¿no?

-        ¿Te parece? Para mí es el viaje de la suerte. Si supieron hacer las cosas, se llenaron de guita. Si no, se llenó de guita la esposa, la hija, la madre... No, pero hicieron las cosas bien, te lo aseguro, yo lo conozco bien a Verdichesky, es ruso, no se le va a pasar eso. Nosotros acá también hacemos las cosas bien. Bah, más ahora, que estoy yo, que  lo avivé a Andrés.

 


 

A las dos y diez de la madrugada partimos de City Bell a “Mundo”. En la camioneta hay silencio. Me pongo el cinturón de seguridad y vuelvo a sentir la mano de Pablo que me ayuda a hacerlo. Al rato estamos viajando otra vez por autopistas semivacías a 160 kilómetros por hora, Tulio y yo con la mirada puesta en el camino silencioso y Pablo y Vanina dormitando en el asiento de atrás.

Antes de llegar paramos en una estación de servicio, junto a la otra 4 x 4 del sonidista. Bajo a comprar una gaseosa. Vanina hace lo mismo. Pablo se pasa de camioneta, y seguimos hasta llegar a la avenida General Paz. Atravesamos el aire fétido y espeso del Riachuelo por el “Puente de La Noria”, y segundos después dejaremos el camino para tomar una calle lateral que entre pozos y charcos nos deposita en la puerta del boliche. Compruebo que Mundo está diseñado especialmente para recibir shows en vivo: entramos al escenario desde una puerta que desde la vereda comunica directamente al escenario por una corta escalera, sin tener que atravesar público, ni nada. El sonido vuelve a retumbar en la cabeza, en el pecho, en los pies. Otro locutor, con un estilo más rústico que el anterior, vuelve a anunciar:

- ¡Gabilaaaaaaaaaneeeeeeeeeeeeessssssssssssssss!

Y otra vez la música empieza a sonar y el torbellino de gente oscila delante del escenario y hasta el fondo, donde llegan mis ojos. Roberto se arrima y acota en un grito que casi no oigo:

- “hay unas 2500 personas”- señalando con su cara al público.

 Vuelvo a quedar fascinado por la tromba que sube y baja. El lugar es más oscuro que el anterior. Parece un galpón de una cuadra de ancho por el doble o el triple de profundidad. La gente parece más marginal, más oscura, más violenta. Nuevamente se sucederán las mismas canciones. A este escenario no sube público porque es más alto que los anteriores. Hace calor. La gente le tira cosas a Pablo y a Vanina: ropa, banderas. El ya se sacó su remera y está empapado. Uno de los que están cerca de las vallas le hace señas desesperadas a Vanina, señalando una bandera que él mismo tiró. Entonces ella comienza a hacer su trabajo: recoje del piso la bandera, se la pasa a Pablo por la espalda transpirada y se la devuelve al dueño, que estalla en júbilo ante semejante trofeo. La operación se repite varias veces. Una de ellas, Pablo se seca él mismo la transpiración de la cara y del pelo y vuelve a darle a Vanina la bandera para que la devuelva a su dueña, que parece llorar mientras grita la letra de la canción. En el tumulto del recital, la escena parece ideada por un asesor de imagen. Sin embargo, doy fe de que eso no es así. Simplemente es un ritual íntimo, que debe haber surgido alguna vez. Vanina alcanza y devuelve las banderas. Pero ella no transpira, casi.

             



Barco que viaja derecho,

rumbo implacable de las cosas.

Como un tonto monto la proa del destino

intento torcerlo

Y caigo al mar que ni se entera

 

Apenas si puedo

flotar en la superficie

Las tardes de sol jugar un poco con las olas

Las noches de frío intentar explicarlo

 

Marea irremediable

El hundimiento es inminente

bailando en la cubierta

o nadando en las olas

cansa.

 

Este tipo de poesías son las que siempre escribí. Nunca logré que nadie, fuera de mis compañeros de talleres literarios o la facultad, las leyera.

El hecho de que Pablo me aceptara que le ponga el nombre a uno de sus discos, obviamente no era motivo suficiente para creer que me iba a permitir escribirle una letra. Mi propósito era sencillo: empalmar las dos piezas de este rompecabezas. Reformar violentamente una letra hasta hacerla entendible, y que Pablo la acepte, para luego cobrar sus regalías ¿tan difícil era? Entonces, las palabras se transformaron, momentáneamente, en:


El barco andaba derecho,

Y yo como un tonto,

arriba de él

(repite)

Y yo como un tonto borracho

lo quiero manejar

Manejo yo, manejo loco yo

Creo que manejo

Porque el barco no dobla

No dobla No dobla

No dobla No dobla

No dobla más

Y me caigo y se hunde

me caigo y se hunde

me caigo y se hun-deeeee

El agua está fría

Qué fría y fría y fría y fría

Y no lo doblé, no lo doblé, no lo doblé.

 

- Chozas: te volviste loco.

- ¿Por qué?

- Sí, Chozas, te volviste loco ¿de donde sacaste esto? Esto no le puede gustar a nadie, Chozas, vení dentro de un año. ¡¡¡Que pase el que sigue!!! – gritó Pablo, como siempre que quería echar a alguien de su vista – ¡¡¡Vamos que no tengo todo el día!!!

Me quedé parado en su casa, en medio de su estudio de grabación, sin saber qué hacer. El resto de los que estaban ahí, algunos músicos, sonidista, Vanina, curiosos, me miraba hasta que, poco a poco, fui desapareciendo entre los cables, los tambores, las consolas.

 

 




“Algo está pasando
el país lo está notando...
y la piel está cambiando de color”

Andrés Calamaro / Charly García – Say no more

 

 

El próximo destino no es una bailanta del circuito exclusivamente tropical, sino que se trata de La Casona, una de las discotecas más tradicionales de Lanús. Sé que allí nos espera un público distinto. Lo sé porque conozco el lugar. Lo hago notar cuando la caravana equivoca el rumbo y sigue derecho por los baches de la oscura avenida Santa Fe y les aviso que deberían haber doblado por la más iluminada 25 de Mayo.

- Choza ¿vos qué sabés? ¿sos de acá? – me pregunta Pablo

- Sí, cuando era chico vivía a veinte cuadras de acá.

Ya pasamos las zonas que siempre se inundan: la terminal del “Expreso Caraza” y el borde de la Villa Fiorito donde se crió Maradona. La camioneta acelera impunemente en la mano contraria y los autos que vienen de frente se hacen a un lado. Cuando nos acercamos al baile la avenida se hace más lenta, a causa de los autos que se pasean despacio, con estéreos a todo volumen, vidrios polarizados, llantas anchas, suspensiones bajas. El lugar es una vieja e inmensa mansión reciclada, rodeada de una reja con banderas y lámparas como la de Aladino que lanzan fuego. Se abre un portón de esa reja y entramos directamente con la camioneta. Acoto en voz alta:

- Pensar que cuando era chico un montón de veces no me dejaron entrar porque tenía el pelo largo.

Nadie responde. La camioneta entra al jardín, el portón se cierra y ya adentro bajamos todos. Por las rejas asoman algunos brazos y se escuchan los gritos:

- ¡Pablitooo!

Aquí hay ropa de marca, colores vivos, olor a perfume. Estamos detrás del escenario y hay cierto revuelo porque hubo un problema técnico. Mucha gente discute y corre de un lado a otro. Parece que hay un problema con la luz del escenario. Mientras esperamos veo un plantel de chicas que se acomodaron en el escenario detrás de los músicos. Son todas muy jóvenes, vestidas con polleras cortísimas y blusas o corpiños también brevísimos.

Alguien llama a Pablo y lo guía hacia una especie de camarín que está justo debajo de la escalera que sube al escenario. Pablo entra a ese camarín, y detrás de él va el tipo que lo llamó y dos chicas. Casi extravagantes por lo muy pintadas, por sus zapatos altísimos, sus polleras. Se cierra la puerta y Pablo se queda allí dentro unos diez minutos, mientras no empieza el show. Por la escalera, en dirección al escenario siguen subiendo y bajando más chicas. Yo estoy justo debajo de la escalera, por lo que cuando pasan sobre mí irremediablemente veo cómo sus ropas interiores se pierden dentro de ellas, quizás mucho más de lo que ellas quisieran. No las veo solo yo, todos pueden verlas fácilmente, porque así está planteado esto. No puedo evitar recordar mis días en ese baile, quince años atrás. Nunca hubiera reparado en mí una chica así en esa época. En realidad ahora tampoco. En realidad no existían en esa época chicas así. Tampoco se hubieran fijado en Pablo si no estuviera en todas esas tapas de esos discos.

Una de esas chicas, una realmente muy joven, casi pequeña y muy hermosa, sube la escalera. Uso esa palabra, hermosa, porque realmente lo era, es decir, con una belleza que trascendía todo lo llamativa que era. Quiero decir: aunque no hubiera tenido intención de ser llamativa lo hubiera sido. Pero encima tenía intención, subiendo la escalera mostrándonos todo a todos. Un hombre de remera ajustada negra, unos cuarenta y largos años, bronceado de lámpara, la toma de la cintura brevísima mientras habla con otras personas y discute. Ella frota su pierna contra él, que se coloca algo en su boca, le toma la cara y la besa. Luego ella se acomoda la falda diminuta y se va.

Finalmente, Pablo sale del camarín, sube por la escalera al escenario, y yo detrás.

Empieza la Música. Otro show más. Pienso que ese baile nunca estuvo así, con tanta gente apretada, bailando enfervorizada contra el escenario. Las chicas de ahí abajo, a diferencia de las que rondan arriba del escenario o las que estuvieron con Pablo, son más parecidas a las que iban a bailar conmigo, chicas clase media de Lanús, vestidas con ropa variada, colorida, más o menos llamativas, y los muchachos con chombas o camisas estandar.

Salimos de la Casona. Pablo baja la ventanilla y una fan lo besa desenfrenadamente. Él se deja besar. Abre la boca, la abraza así, con medio cuerpo de esa chica pequeña, flaquísima, con sus hombros desnudos y breteles desvariando. Durante unos metros, el pequeño cuerpo se queda dentro de la camioneta hasta que Pablo la separa, ella dice chau y sus pies vuelven a tocar el asfalto, haciéndola tambalear y comenzar a trotar junto a la camioneta que ya empieza a subir las ventanas, y ahora sí:

- ¡¡Vamoooooooooos!! – Y Tulio por fin pisa el acelerador, que nos aprieta contra los asientos confortables y el silencio de la camioneta. Se lo ve más animado a Pablo.




La tarde en que volví a encontrar a mi viejo no se la recomiendo a nadie. Lo había dejado de ver cuando terminé la secundaria, y después, a medida que iba dando materias en la facultad iba viéndolo de vez en cuando. Al principio me había dado culpa verlo poco, pero después empecé a sentir como que él tampoco me quería ver a mí. Entonces dejamos de vernos definitivamente, hasta esa tarde que me llamaron del hospital, porque dijeron que él declaró en una planilla que era padre mío, y que yo era su único pariente. Esto último no era así, pero se que él lo vivía así, porque desde chico siempre lo dijo, que no tenía parientes, porque los que se habían muerto se habían muerto y los que existían no existían.

Entonces tuve que ir a la clínica a “reconocerlo”, como se hace con los cadáveres, y lo vi, tan raro como los otros internos, con la misma mirada perdida, con las mismas ganas de no hablar, o de caminar torcido, con pasos cortísimos, como saltando en el lugar, su cuerpo oscilando.

-            ¿Ese es? – me preguntó el médico. Asentí con la cabeza, y lo tomé del hombro. Con aquellos pasos cortos me guió hasta su habitación, compartida con siete u ocho camas más, casi todas llenas. Las paredes despintadas. Los barrotes que soportaban al colchón, torcidos y oxidados. Sin sábanas. Una señora que cuidaba a otro loco tuvo la idea o misión de decirme:

-            Traele sábanas, porque acá hay pocas, y cuando las van a lavar a veces tardan varios días en devolverlas. Frazadas no le faltan, porque esas hay, aunque están sucias. – Me lo decía mientras chupaba un mate que yo imaginaba frío.

Acompañé a mi papá a bañarse. Lo ayudé a sacarse la ropa y cuando terminó le pregunté si quería que lo ayudara a afeitarse. No me contestó. Me prestaron una tijera en enfermería. Lo senté delante de mí, junto a la cama, mirándome. Tomé un mechón de su barba, como un puñado, y lo corté. Luego otro. Iba enterrando la tijera e iba apareciendo una imagen de mi padre más parecida a la que recordaba. Me costaba emparejarle los pelos. La señora que cuidaba la cama de al lado metió su mano en una canasta que tenía en el piso, bajo la mesa de luz, y sacó una afeitadora eléctrica, de esas que usan los peluqueros para cortar el pelo al ras. Le agradecí y comencé a usarla. Recorrí toda la barba hasta que quedó llana y más prolija. Luego seguí con el pelo, largo, apelmazado y tosco. Caminé con la afeitadora quitando pelo y más pelo, y más pelo. Hacia delante. Hacia atrás. Hacia los costados. De algún modo sentía que era un bálsamo para los dos. La rasuradora caminaba, cortaba y emparejaba. Mi padre con la vista fija al frente, sin mirar.

Dos meses estuvo allí. Treinta días más desde que lo ví. Después salió. Y volví a no verlo más.

 



El próximo baile se llama Nexo. El viaje hacia allí se torna más animado. Pablo hace algunos chistes, habla por el celular en voz alta. Vanina también habla, pero en voz baja. Entramos a Monte grande y a lo lejos veo el cartel luminoso gigante que llega casi hasta la mitad de la avenida. Nos cruzamos a la mano izquierda varias veces para adelantarnos a colectivos, camionetas, autos, sin importarnos demasiado que enfrente también se acercan colectivos, camionetas y autos con luces enfurecidas que piden que no lo hagamos.

Llegamos a Nexo. En la especie de bambalina que ocupamos (es decir, una pequeña habitación con algunas sillas y personas y nada mas, que parece no cumplir otra función que la de ser un espacio previo al escenario) se acerca un fotógrafo de pelo blanco y ropa rahída, que saluda a Pablo con un beso y un abrazo. Luego se separa de él y se queda viéndolo hasta que le indica que está listo. Entonces se abre la pequeña puerta y comienza a ingresar una larga fila de personas que una a una se van parando al lado de Pablo para que el flash dispare una y otra vez. Infinitas veces. Pablo mira a la cámara de frente, de perfil, saludándola, saludando a quien tiene al lado, abrazando a algunos, dejándose abrazar por otros. Miro la fila. Adentro debe haber diez personas. Me acerco a la puerta y veo que la fila sigue hacia la pista de baile. Deben ser unos cincuenta más. Tulio me cuenta que es un arreglo que hacen los fotógrafos de algunos lugares. Vuelvo a asomarme afuera y veo el cartel escrito con tiza que cuelga de la puerta, del lado de afuera:

La FOTO

con Pablito

$ 7

Comienza a armarse cierto tumulto entre los que están en la fila y los que se acercaron a ella sólo para ver a su ídolo. Le pregunto a Tulio cuánto cobra Pablo por todo eso y me dice: -Nada.

Después del show, cuando subimos a la camioneta le pregunto yo a Pablo:

- ¿No te jode hacer todas esas fotos?

- No. El tipo está laburando. Lo dejo que labure, Chozas.

Asiento con la cabeza y me río mirando a las dos acompañantes de Pablo en su asiento de atrás: a Vanina se le ha sumado otra chica, invitada de Pablo. Pantalón de Jean, remera con la panza al aire. Camperita corta también de jean. Transpiración. Está abrazada con todo lo que puede a Pablo: manos, brazos, piernas. Pero no está todo lo enardecida que uno pudiera esperar de una fan en esa situación. Lo abraza casi con naturalidad. Juega con un mechón del pelo de Pablo. Él mira hacia todos lados, también con naturalidad, aunque ya decididamente más encendido que en otros tramos del viaje. Hace bromas y comentarios para todos.

- Venite, Chozas, venite para atrás con nosotros, dale, dejalo a Tulio que a esta hora se pone amargo. Más se hace de día más amargo se pone.

Sin dejar de sonreír, miro dudoso, intentando aceptar la invitación. Especialmente miro a Vanina buscando su opinión, ya que lo que hizo Pablo fue correrse del lugar para que me siente entre ellos. Ella sonríe apenas. Casi diría que no sonríe. Pablo insiste.

- Dale, Chozas

Me paso. Hago pasar mi cuerpo entre las dos butacas delanteras y me siento, apretado, con los tres, entre Pablo y su hermana.

- ¿Y? Qué te parece Chozas- me pega en la pierna- ¿Te gusta la noche?

Río en voz alta, tratando de compartir la risa porque no se me ocurre qué decir. Es decir, me gusta la noche, pero no puedo decir que sí porque estaría aceptando que la estoy conociendo en ese momento, y no es tan así, y sobre todo no quiero que lo parezca.

Luego de algunos comentarios más, sobre el baile, burlas a Tulio, mientras retomamos una autopista, la camioneta vuelve a tranquilizarse. Ya en silencio, Pablo comienza a besar a su fan y se ríen y dicen cosas en secreto.

Yo miro de a ratos a Vanina. Realmente me dan ganas de abrazar. Ella no se  muestra incómoda. Sí indiferente, callada, como de costumbre, aunque al menos no habla por el celular. Nos acomodamos mejor en los asientos. Mi pierna izquierda, mi hombro izquierdo y hasta diría que mi cintura, sienten la pierna derecha, el hombro derecho, su cintura y su calor.

- Prendé el aire, Tulio- pide Pablo. Y agrega: - Eh, Chozas, no tanta confianza con mi hermana, ¿eh? Y se ríe otra vez. De pronto se pone serio y me mira. No está enojado, simplemente dejó de reir y me miró por un instante, antes de abocarse definitivamente a sus quehaceres con la fan. Vuelven a fundirse entre brazos y piernas, que me empujan sobre Vanina.

Finalmente me animo a abrazarla, a pasarle mi brazo por sobre su cuello. Ella simplemente gira su cabeza hacia mi lado y me besa. Siento en mi boca esa mágica novedad de besar sin confianza, conociendo, descubriendo. Nos permitimos abrazarnos fuertemente imaginando que nos queremos, por un instante, o al menos yo. De los besos grandes pasamos a los besos pequeños, juguetones, hasta que dejamos de besarnos. Seguimos abrazados y hasta apoya su cabeza en mi pecho, como dormitando, como con cariño.




La única vez que Vanina me llamó por teléfono lo hizo llorando desconsolada. Entre hipos y exhalaciones llegó a decirme:

- Chozas, podés venir? Es un momento. Es urgente.

Dudoso y sorprendido subí a un remís y fui a verla a su casa. Estaba sola. La encontré más o menos igual que como la escuché por teléfono. No podía parar de llorar.

- ¿Vos conocés algún banquero, un abogado, un juez?

Mientras pensaba “no”, preguntaba:

-        ¿Pero qué te pasa, Vanina?

Cuando dejó de hipar un poco, relató:

-        Me afanaron la caja de seguridad.

-        ¿Cómo?

Y volvió a llorar:

-        Me afanaron la caja de seguridad. Me va a matar. Pablo me mata.

-        ¿Cómo puede ser?

-        No sé, no sé. El otro día la fui a buscar, para agregar plata y faltaba plata. Un montón. Casi toda.

-        Pero ¿cómo puede ser?, si las cajas de seguridad no las puede tocar nadie. ¿Quién más tenía la llave?

-        Nadie. Yo soy la única.

-        ¿Entonces?

-        Y, no sé, Chozas, falta guita, falta un montón de guita, un montón. Cuando Pablo se entere me mata.

No entendía por qué me lo contaba a mí. No entendía por qué me dejaba tan tremenda mochila. Nunca habíamos tenido más confianza que la de saludarnos, sonreirnos con cortesía, preguntarle yo sobre cosas triviales. Y ahora me contaba esto que sencillamente no tenía explicación.

-            No hay manera que te abran una caja de seguridad. Tengo entendido que hay todos unos mecanismos que hacen que sólo vos puedas abrirla ¿Pablo no tenía una llave?

-        ¡No! ¡Te digo que no! – gritó

-        ¿Hiciste la denuncia?

-        Sí, y hasta hablé con el gerente del banco, que me dijo que cuando la policía se lo pida van a mirar los videos pero que es imposible. Me están mintiendo. Es mentira. Yo no la toqué y yo sola tengo la llave.

-        Y nunca te pudo haber sacado la llave alguien de la cartera e ir a abrirla

-        No Chozas, no!

Me quedé callado, sin saber qué decir, esperando enterarme qué quería de mí.

-        ¿No sabés de nadie que pueda ayudarme? Un abogado, alguien, un juez. No conocía a nadie así. No lo conozco.

 


El último de los bailes se llama “La Morena”. Es casi tan precario como el primero que visitamos, cuando empezó la noche hace ya casi seis horas.

Veo bailar a Vanina lentamente, sutilmente, como las anteriores cinco veces en esta noche, pero ahora es distinto. En la oscuridad de este pobre baile del barrio San José del sur de la provincia de Buenos Aires, me siento poderoso. Y lo soy. Me divierte pensar que todos esos chicos que están ahí se imaginan que sólo un héroe o un galán es capaz de acceder a esa boca que acabo de besar.

Subimos a la camioneta mucho más tranquilos  que las anteriores veces. Estamos exhaustos. Yo no hice más que seguirlos pero soy quien se siente más cansado. La fan que estaba con Pablo ya no está entre nosotros. La dinámica de la llegada a la camioneta dispuso que yo me vuelva a sentar adelante, junto a Tulio.

Estamos todos callados. Tulio dice mientras maneja:

-        Miren – mostrando un cassette

-        Qué es? – pregunta Pablo.

-        Me lo dio una chica – contesta Vanina- una que estaba delante de todo, con unos anteojos culo de botella.

Yo la vi cuando logró darle el cassette a Tulio, que se asomó a la punta del escenario después de ver que durante la media hora que duró el recital ella no se movía de delante de todos, empujada por todos, apretada contra el escenario, con sus anteojos y el cassette en la mano, entre codazos, banderas y traspiración propia y ajena. Agitando el cassette para que lo viera alguien del escenario, arriba, donde estaba la luz, la música, el potente sonido ensordecedor y Los Gabilanes.

Pablo le dice a Tulio:

- Ponelo.

Tulio obedece y escuchamos:

-        ¡Claroquesi!

Es una voz aguda. Es la voz de ella misma, la chica que entregó el cassette. Canta a capella una cumbia con voz desafinada, emulando a Pablo o a otros ídolos de moda. Es como una arenga, que entre verso y verso de una cumbia inventada no tan buena como las de Pablo pero mucho más buena que las mías, repite:

- Claroquesí!

Es una  voz desafinada pero a la vez decidida y rítmica. Cuando termina la canción cierra la grabación diciendo:

- Aguante Pablito, aguante la cumbia villera, aguante Los Gabilanes...




- Perdimos a Pablo.

La voz de Andrés sonó lapidaria como una sentencia. Lo dijo entre risueño y asustado, porque tenía razón. Cuando los de Multiple Comunication se fueron, entendimos que todo había terminado. Y el muy caradura de Pablo armó la reunión para conocerlos ahí, en la oficina de Andrés. Por primera vez, hubiéramos querido que la oficina de Andrés no fuera tan grande como para albergar a tanta gente, incluyendo a Múltiple Comunication que nuevamente se metía en mi vida para sacarme un cliente. Nuevamente, el cuento de sumarse al equipo para quedarse con todo. La presentación fue implacable. Y a Pablo lo convenció. Nosotros nunca lo hubiéramos hecho de esa manera.

Exactamente a las cinco de la tarde, hora de la cita, sonó el timbre. Andrés y yo dejamos de sonreir. Pablo estaba sentado junto a mí, frente al escritorio de Andrés. Vanina en unos sillones a un costado. Y su madre también. Golpearon la puerta. Sonia los anunció, e hizo una mueca mientras nombró, con dificultad, el nombre que tenía escrito en la tarjeta que le entregaron, y que ella le entregó a Pablo, mientras Andrés y yo la seguíamos con la mirada:

- Múl-ti-ple-co-mu-ni-ca-tion- dijo Sonia así, como lo leyó, y se corrió para que ellos entren.

Eran un montón. Precedidos por Mario Gartman, el dueño, quien sólo dijo:

- Esta es nuestra presentación

Inmediatamente después, entraron a la larga oficina dos muchachas vestidas con mayas de baile y brillos, y luego de ellas dos más, y luego dos hombres, también disfrazados. Uno de ellos, con un grabador en la mano hizo sonar una banda musical sobre la que cantaron un jingle de la compañía, donde explicaban lo que hacían, los clientes que tenían, sus contactos. No lo podíamos creer. Lo mismo que yo le había hecho a Andrés en una Carpeta y luego en un CD, ellos lo presentaban como un musical de Broadway. Yo sentía vergüenza ajena. Andrés tenía los ojos inmensos de sorpresa. Cuando terminaron, Gartman lanzó una carcajada que relativizaba todo lo que acababa de mostrarnos, como si sólo se tratara de una ironía. E hizo un silencio. Todos miramos a Pablo, el destinatario de la parafernalia. Él nos miró a Andrés y a mí, y señalando a los bailarines dijo:

- Son creativos, ¿eh?

Y ese fue el fin. Un mes de preaviso para rescindir el contrato con Andrés. Ningún preaviso para mí, que no nos unía ningún contrato. Múltiple organizó un evento para anunciar que incursionaba en un cliente no convencional, no apto para prejuiciosos. Y yo perdí al único cliente que tenía. Asistieron todos los medios. Y nosotros ya no.

 


Va a ser de día. Pronto va a amanecer. Es raro, pero siento una tremenda resaca. No tomé  nada. Sólo fumé mucho. Pero siento una sensación que me recuerda a las vueltas de las fiestas de mi adolescencia temprana o tardía. Vuelvo en la camioneta y parece que todos despertáramos de un sueño largo. Pablo se despereza como si hubiera dormido toda la noche. Y nos molesta a todos, bien, con buena onda.

- ¿Y, Chiozas, te gustó?

No espera mi respuesta. Sorpresivamente, en el marco de este tren de bromas y despertarnos a todos, abraza a su hermana y le dice: ¿venís al criadero?

- No sé- contesta. Dice tener sueño y avisa que cuando paremos para que yo me baje se va a cambiar de camioneta, para irse a su casa. Antes de que eso ocurra, la combi blanca de Roberto se pone delante nuestro, prende las balizas y empieza a detenerse. Estacionamos en la banquina y Roberto se acerca. Bueno, le dice a Tulio. Y le da un paquete de dinero envuelto en diario, que Tulio coloca dentro de la guantera, junto a su arma, delante de mí. Es un paquete grande como un par de cartones de cigarrillos. Pablo convoca a Roberto para ir al criadero, pero él también quiere dormir. Ya es pleno día. Un amanecer hermoso. Seco y celeste. Le dice que mande a alguno de los chicos. Al rato viene Tute, el bajista. Se sienta atrás, a la derecha de Pablo, en el extremo opuesto a Vanina. Se lo ve casi tan despierto como a Pablo.




Cuando todos la dábamos por muerta, Gisella se despertó.

Cuando digo todos, me refiero a nosotros (a Uiner, a Pinagozzi y hasta a Tulio y Pablo, a quienes les había contado lo del coma).

-        Uy, no tengo que dejar plantado a nadie más, Chozas, te lo prometo, me dejaste remal – había dicho Pablo al enterarse.

Pero los padres de Gisella, los médicos y los más allegados tenían esperanzas –muchas- y se cumplieron.

Entonces Uiner hizo algunas gestiones para que yo fuera a verla. Quería visitarla, estar en la habitación un rato. Ellos a su vez hablaron con Gisella, que no se acordaba de mí. Lo atribuyeron a alguna amnesia, cosa que los preocupó seriamente, pero Uiner decía que era sólo la confusión del momento, y yo definitivamente sabía que simplemente se trataba del hecho de que yo no era nadie en la vida de Gisella.

Sin embargo, el temor a la “amnesia” ayudó a que los padres me permitieran pasar a verla, como parte de su terapia de rehabilitación.

-        Casi no me habla- dijo la madre al abrir la puerta y dejarme pasar.

Arrimó una silla a la cama, hizo una seña para que me siente y luego de contemplar por un instante la escena se apartó como si sobrara, ante una supuesta intimidad.

Dijo “los dejo solos”, salió, y cerró la puerta.

Me quedé mirando un instante. Yo era quien sobraba en esa escena. Gisella me miraba desde la cama, casi sentada, en silencio. Estaba algo demacrada, pero bien. No parecía el lecho de un enfermo. Las sábanas tenían dibujos color naranja, la ventana daba al sol. Ningún artefacto extraño o desagradable de esos que suele haber en las habitaciones de los hospitales hacía pensar que quien estaba allí padeciera algo más que cansancio, o ganas de descansar. Reparé en las mangas de su pijama,  blancas, con caracteres chinos negros, de algodón, nuevas, colores firmes. Sólo tenía una venda en el cuello, una gasa con cintas finas y delicadas rodeando la imperceptible nuez. Allí estaba Gisella, algo extraña, el resto todo normal.

-        ¿Vos quien sos? – dijo

-        ¿No te acordás de mí, no?

-        ¡Sí, bobi! ¿Cómo no me voy a acordar? la cumbia y todo eso, pero ¿vos quién sos?

-        Yo soy yo. Fuimos a sacar unas fotos, Pablo no vino, te dormiste o algo así, ¿no te acordás?

-        Me acuerdo perfectamente. No me dormí, me relajé, como siempre, sólo que la escena empalmó directamente con esta habitación, no sé como. Los médicos dijeron que no tiene nada que ver una cosa con la otra. Es más, hace veinte minutos se fue mi profesora de yoga.

Sonreí un rato y dije: - ¿Querés agua?

-        No, pero ¿vos quien sos, Enrique? ¿De donde saliste? Contame algo de tu vida.

Solos en esa habitación, sin presiones de ningún tipo, se me ocurrió contarle la historia completa:

-        Nací en Necochea, hace ya 40 años. En marzo va a hacer 40 años. Mi papá era escritor, o eso decía, además de atender una peluquería.

Mi mamá era una mamá, no más que eso. Se murió joven, no tanto como para traumatizarme. Yo tenía veintitrés años y los problemas bien claros. Ya me había casado y hasta conoció a mi primer hijo.

Viví en Necochea hasta hace tres años y pico. Tres años y siete meses ya. Pasado mañana mi hijo menor, Agustín, cumple cinco años. El que conoció mi vieja, Beto, ya tiene diecisiete.

Todo anduvo normal, hasta que Mariela, mi mujer, se enfermó.

Yo trabajaba en una casa de artículos del hogar, y para ese entonces terminaba mi tecnicatura en marketing, que me llevó cinco años cuando una persona normal la hubiera hecho en dos.

Mariela se enfermó después de que nació Beto. Dejó de comer. No había manera de que comiera. Una especie de anorexia pero sin vómitos y sin acusar verse gorda ni nada de eso. Simplemente no podía comer. Empezó con una dificultad para tragar ciertos alimentos, algún remedio, una aspirina, por ejemplo. Para tomar una aspirina debía molerla porque decía que no le pasaba por la garganta. Yo mismo lo hacía. Si estaba, por ejemplo, engripada en la cama yo tomaba dos cucharitas, la aspirina con agua en una de ellas y la otra sobre ella a modo de mortero. Le aplicaba un poco de azúcar para que no fuera amarga, y sólo así la tomaba.

Pero después empezó a molestarle comer carne si estaba algo dura, y después directamente dejó de comerla. Pero no se hizo vegetariana, porque le molestaba la consistencia del apio, del tomate, de la zanahoria.

Al principio no bajaba de peso porque comía papa hervida, huevo, berenjenas, bananas. No mucho más que eso. El pescado y el pollo nunca le habían gustado. Comía pan.

Finalmente sí empezó a bajar de peso. Y allí fuimos al médico. El detonante fue cuando intentó una vez explicarme “la extraña sensación que te deja en los dientes la espinaca después de comerla”.

-        Estás loca! – le dije a los gritos en una discusión, mientras la sacudía violentamente por los hombros, hasta que rompí a llorar a gritos y me encerré en el baño. Betito, bebé, dormía.

Después de eso, hicimos todo bien: ella fue a cuanto médico tuvo que ir. Hicimos cursos, fuimos a cientos de charlas, juntos, separados, terapias de apoyo, libros. Finalmente nos empezamos a “reeducar”. Esa era la palabra que usaban los médicos. Reeducar la alimentación. Introducir de a poco algunos sabores, algunas consistencias nuevas. En porciones mínimas. Una cucharada de carne muy picada dentro de un puré de papas y zapallos era un logro. Y lo más difícil: no hablar del logro. Que pase desapercibido porque nombrarlo significaba a veces que sintiera asco y volviera para atrás.

Empezó a recuperar peso y a incorporar casi todos los alimentos de una dieta normal. Para cuando yo me vine para acá solo le daba asco la carne dura o mal cocida, como al principio. Casi como a cualquier persona.

-        ¿Y ahí te fuiste?

-        Sí, pero no me fui por eso. Me fui porque me cansé. Estaba cansado. Como no podía ser de otra manera, Beto fue obeso. Empezaron a comer casi a la par. El momento en que Mariela incorporaba carne a la dieta fue el mismo en que Betito empezó a comer sólidos. Tomaba mamadera, obvio que Mariela no estaba en condiciones de amamantar a nadie. Yo me cocinaba lo mío porque a ella todo le asqueaba. Y después cocinaba para Beto y para mí. Y finalmente se sumó Mariela. Pero para ese entonces, Beto no paraba de engordar. También hicimos todo lo que teníamos que hacer. Es más, muchos de los médicos de uno y otro coincidían, obviamente: “Está comiendo todo lo que no comió ella” decían como obvia conclusión. ¿Y? -Decíamos nosotros- ¿de qué nos sirve saber eso si no sirve para cambiarlo. Pero poco a poco la cosa se fue acomodando. Llegó a pesar treinta y cinco kilos con cuatro años. Su madre, tres años antes, había llegado a pesar lo mismo. Un desastre.

Pero cuando se acomodó, Beto pasó a ser por suerte sólo un gordito y Mariela sólo una chica flaca, con un estupendo segundo embarazo, y nuestras vidas empezaron a parecerse a las de la gente normal. La casa de artículos del hogar estaba contenta conmigo. Me nombraron encargado porque me daba buena maña inventando promociones, decorando la vidriera, haciendo carteles. Se supone que había estudiado para eso y me gustaba hacerlo. Incluso algunos proveedores también lo reconocieron: en esa época conocí al gerente de venta de la fábrica de nebulizadores que me hizo la conexión para venir a Buenos Aires. “La verdad, a nosotros nos vendría bien alguien así, como vos, responsable, con ideas. Mirá que cosas lindas que hacés. En tu local acá en Necochea vendo más nebulizadores que en algunos de capital”. Incluso algunas veces me pagó unos pesos para que le permitiera usar mis promociones en otros locales.

Así se me fue ocurriendo la idea de venirme para acá. Sería asesor de marketing o algo así, porque la fábrica de nebulizadores no tenía un sector dedicado al tema.

Mi idea en un principio había sido venirme con todos a Buenos Aires, pero cuando Agustín, el segundo, también empezó a tener problemas para comer, fue cuando me cansé. La sensación fue esa: cansancio. Que me perdone Mariela, para ella debe haber sido peor que para mí. Mucho peor. Pero yo no pude soportarlo. Los médicos decían que no nos preocupáramos, que no era para tanto, pero yo no podía soportarlo. La hora de la mesa era un suplicio. Insistirle a Agustín para que comiera y ver de reojo a Beto que quería comerse todo lo que sobraba en los platos, no lo podía soportar. Terminábamos siempre a las patadas.

Empecé a tener ganas de desaparecer. Irme fue una especie de solución. Pensé en matarme. Pero ni matarme, ni irme era lo que quería. Lo que quería era desaparecer, no estar más, no molestar. No hacerle mal a nadie. Sé que irme no fue la solución. Es más, fue un problema para todos. Pero es absolutamente lo único que pude hacer.

-        ¿Y vas a volver?

-        No se, no creo. Creo que ya hice mierda todo. Volver sería peor.

-        ¿y traerlos?

-        No, no creo, no puedo.

Se quedó mirándome, arqueando  las cejas, como entendiendo.

-        Bueno gracias, je- dije -¿cuánto le debo, doctora?

Sonrió. Le apreté un poco la mano y me fui.

Cuando iba por el  pasillo, el  padre de  Gisella que había relevado a la madre me saludó con un apretón de manos y  me preguntó,  amablemente:

-        ¿vos quién eras?

-        Un cliente, un compañero de trabajo, un amigo. Nos vemos.




Fue feo ver cómo Múltiple Comunication publicaba el libro que yo había pensado. Mi investigación novelada. Aunque no sé si yo lo hubiera terminado alguna vez. No sé si lo hubiera escrito y menos si lo hubiera publicado. Pero fue muy feo verlo publicado por ellos. Ya me había enterado antes de verlo, pero cuando salí del hospital de Gisella lo vi multiplicado infinitamente en la góndola de una librería y sentí el habitual dolor de no poder hacer.

Ya al anochecer el sentimiento había amainado, como la lluvia fría de esa tarde, y me fui a dormir pensando que al menos quedaba comprobado que la idea había sido buena, aunque la hayan hecho esos. Después de todo hay gente que trabaja así, simplemente tiene una idea y otros la ejecutan. Después la cobran y listo. Salvo pequeños detalles, mi historia podía verse de esa manera. Mi idea estaba plasmada en esas góndolas por miles, como cientos de miles de pesos estaría cobrando alguien que ya los tenía. Yo no. Ese era el detalle.

Me dormí pensando en eso y desperté de mal humor, porque el radioreloj estaba mal sintonizado. Intenté sintonizarlo mejor, pero fue imposible porque sólo funcionaba en AM desde su cuarta o quinta caída. Yo tenía otras prioridades antes de comprar un radioreloj con FM. Al pensar eso me levanté instantáneamente, sobresaltado, recordando que para poder bañarme con agua caliente que tenía enchufar el calefón eléctrico veinte minutos. 

Me levanté descalzo, el piso estaba helado. Enchufé el calefón, hice algunas cosas y corrí nuevamente a la cama, a disfrutar de esos minutos hasta que se calentara el agua. 

Dormí y soñé que era niño. Junto a mi cama se sentaba mi padre, joven, con el pelo negro frondoso, engominado, recién afeitado. Me contaba un cuento que inventaba a medida que lo iba relatando. Elegía las palabras, hacía ademanes, me atrapaba. Era un equipo de futbol formado por mí y mis compañeros de la escuela. Él sabía todos los nombres de todos mis compañeros, y relataba el partido. En el otro equipo había chicos malos, de séptimo, que nos doblaban en tamaño y fuerza. Perdíamos seis a cero. Pero terminaba el primer tiempo y el director técnico nos daba una charla sorprendente. Nos abrazaba, nos decía que teníamos que ganar cueste lo que cueste. Y abría una caja y nos mostraba seis gemas de distintos colores, que nos darían poder. Tomábamos las piedras en nuestras manos y se nos iluminaban las caritas. Éramos pequeños y frágiles. Pero teníamos nuestra ropa de futbol completa  y reluciente, roja. Salíamos a la cancha y remontábamos el partido hasta ponernos seis a seis. Como no podía ser de otra manera, cuando faltaba un minuto para terminar, entonces, mi padre me contaba el final más que previsible, pero que yo deseaba con todo mi pecho escuchar: mi padre me decía que en ese último minuto, yo, desde la mitad de la cancha, pateaba al arco, y el arquero, grandote y gordo, apenas llegaba a tocar la pelota con unos dedos, pero que eso no era suficiente para impedir mi gol del triunfo.

Desperté por un fuerte olor a plástico derretido. Los números del radioreloj estaban apagados. Eso significaba que se había cortado la luz. La mañana de invierno todavía estaba a esa hora lo suficientemente oscura como para no ver nada. Pisé el suelo frío, y cuando llegué al baño toqué el líquido tibio que el calefón había derramado. Un exceso de tiempo calentándose o alguna otra cosa probablemente habían provocado el cortocircuito. El plástico estaba derretido, retorcido contra el cable. Por suerte el mismo cortocircuito habrá hecho saltar los tapones de la luz antes de que se provocara un incendio.

Tuve que bañarme rápido con agua fría. Salí a la calle cuando ya era de día. La lluvia era suave, monótona y tan fría que no me alcanzó todo el día para recuperar algo de calor.

Sólo volviendo a la noche, vaya a saber por qué, uno de los viajes en colectivo me permitió recuperar calor. Antes de llegar a mi casa se me ocurrió seguir diez cuadras más y llegar hasta la estación de ómnibus. Sabía que había una boletería que estaba abierta toda la noche. Me paré frente a ella y esperé un rato, aunque no había nadie esperando ser atendido. La chica de la ventanilla me miró inquieta. Miró al hombre de seguridad. Que me miró a mí. Metí la mano en el bolsillo, saqué la billetera y conté lo que me quedaba. En tres días entraba un cheque que me permitiría moverme por un mes más. Mientras tanto, lo que tenía me alcanzaba para el viaje pero no para vivir esos tres días. El de seguridad se acercó a mí:

-        ¿Señor? ¿Tiene documentos?

-        Sí, sí. – saqué la cédula que estaba en mi mano, en la billetera. Mientras él miraba en ella supongo que para ver si figuraba que era ladrón o no, le expliqué: - estaba viendo si sacaba boleto.

-        ¿Adonde?

-        A Necochea. Ahí en la cédula dice que vivo en Necochea.

-        Bueno, hermano, sacá boleto y andate. No tenés que estar acá parado, a esta hora.

-        Bueno

Me acerqué a la ventanilla y saqué el boleto. Mientras la chica lo preparaba yo miraba al policía que a su vez me seguía mirando. En un par de horas llegó el micro. A la mañana desperté en Necochea. Era sábado. Las ocho de la mañana. Quizás todos dormirían, aunque quizás Mariela ya estaría levantada haciendo los preparativos del cumple de Agustín. Como cuando lo hicimos juntos. Comprar globos, y hacer sandwiches para festejar en casa. O preparar todo para ir al saloncito. Reparé que mi aspecto no sería el mejor, aunque estaba vestido de traje. Desayuné un té y una medialuna cerca de la estación, ojeé un diario gratuito y fui al baño a arreglarme. Me peiné con agua. Me acomodé la camisa. Guardé la corbata en el bolsillo. Decididamente, no me veía bien. Me sequé la cara muy fuerte con las toallas de papel como intentando sacarme algo de la frente, de la nariz. Pero no hubo cambios. Mi piel se irritó y mi aspecto no cambió. Sin pensar, me dirigí a mi ex casa. Si lo pensaba un instante más, me volvía. Sentía miedo, angustia, dolor, qué más decir. La puerta del pasillo estaba abierta. Entré rogando que no salieran los vecinos de los otros departamentos. No toqué timbre porque quería que primero me viera Mariela. No quería despertar a los chicos. Quería su autorización, su opinión. Golpeé la ventana de la cocina con la uña. Al instante apareció Mariela, con un pañuelo en la cabeza. La sorpresa fue mutua. La sorpresa de ella fue obvia, pero la mía fue porque no me miró mal. Simplemente cara de sorpresa debajo del pañuelo, casi  hasta una leve sonrisa

-        ¿Qué hacés acá? ¿te volviste loco?

Otras veces me había puteado. Otras llorado. Otras no me abrió. Pero esta vez me recibió así. Bien. Fue un alivio tremendo. Casi me hizo llorar. Dio la vuelta para ir a abrir la puerta. Me atendió en el umbral. Estaba vestida. Estaría trabajando.

-        ¿Qué vas a hacer? – me preguntó.

-        La verdad, no sé. No tengo un mango, no sé por qué vine. Debo estar loco, Mariela, ¿no?.

Dejó ver una especie de sonrisa y negando con la cabeza preguntó:

-        ¿Qué venís, a pedir plata?

-        No no no no – me apuré a decir – digo que no tengo plata porque ni siquiera le traje un regalo. ¿Y Beto cómo está? ¿Qué hago?

-        No sé, la verdad que es un lío... va a ser mucha emoción. No sé si están preparados. La verdad, a vos no te veo preparado, Enrique - agregó.

Se la veía demacrada, cansada,  pero esta vez estaba más segura que nunca. Y era lo que yo necesitaba. Algo salía bien.

-        ¿Qué vas a hacer?

Estábamos en la puerta. Rompí a llorar, en silencio. Ella miró hacia ambos lados del pasillo. Yo me cubría la frente con las manos. Me hizo una señal, a regañadientes, para que entre, como para que no nos vieran los vecinos. Le dije que no, y le pude decir, hipando:

-        Quiero verlos, pero no quiero que me vean. No me animo, esta vez no me animo, no sé por qué.

Nos quedamos los dos mirando al piso, esperando a que yo terminara de llorar. Hasta que ella dijo:

-        Disfrazate. 

-        ¿Qué?

-        Disfrazate de Barney.

-        ¿Barney? – no pude más que reír entre las lágrimas. Empecé a secarme los mocos con lo que pude.

-        Sí, en serio, tengo el disfraz. Se lo iba a poner mi hermana ¿conocés a Barney?

-        Sí, más o menos, el dinosaurio. Vos estás más loca que yo.

-        Si, a esta altura puede ser- dijo en voz baja entrando a la casa. La esperé unos instantes afuera y dejé de llorar. Volvió con el traje de gomaespuma violeta y verde, y la gran cabeza en una bolsa.

-        ¿Sabés cómo es la voz de Barney? – me preguntó

-        No.

-        Entonces no digas nada. Mejor, así no te reconocen. A las tres y cuarto. En el salón de Chola, acá a la vuelta.

-        ¿En el salón? ¡Qué bien! – otro alivio.

Y me fui, con el traje y la cabeza del dinosaurio, a hacer tiempo hasta las tres. Caminé hasta la costanera. Bajé a la playa eterna, la de siempre. Puse los zapatos en la bolsa y caminé. El viento también era el de siempre. Y la mañana fue muy larga. No almorcé. Caminé hasta donde desaparecen las carpas y empiezan los acantilados. Me senté en una piedra. No se cruzó ningún conocido pero me puse la cabeza de Barney por las dudas.

Estuve así un rato. Mirando el horizonte de mi vieja Necochea. Hasta que, una vez más, decidí dejarla. Me acerqué al salón y sin que me vieran, dejé el uniforme de dinosaurio, y otra vez, no volví. No podía. El ómnibus salió a la noche como todas las noches y yo en él, recostado en el asiento reclinado. Volví a una ciudad que no me conoce, que no me acepta, y a sus personas que tampoco: mi mente volvió a posarse irremediablemente sobre los hombros de Gisella, pero fue en vano. Lloré durante un largo tramo del viaje, hasta que me dormí.

 

 

 

 - Ahora vamos para El Criadero – le dice Pablo a Tulio, que mira el reloj que tiene sobre el espejo y no contesta nada. La gira ya terminó, pero Gabilán insiste: - ¿vamos? ¿quién viene?. Tulio dice que no. Vanina no contesta. Yo estoy por decir que no, y Pablo me explica: 

-Vení Chozas, esto es especial, esto es único, vas a ver. A esta hora, dentro de un rato empieza lo que hacen las chicas del club de fans todos los fines de semana. Un “encuentro” – lo dice así, como entre comillas, como burlándose de la palabra. Siempre que viene algun bicho raro así como vos, lo llevo y les encanta, dale vení, Chozas. No lo vas a poder creer.

Tengo sueño. Pongo cara de que tengo sueño. Insiste. Vamos.

Atravesamos toda la General Paz y yo dormito, casi duermo, despertando sólo cuando en algún momento la camioneta se sacude por alguna cuestión del camino, o frena demasiado o acelera con violencia. Hasta que llegamos a un desvío. Allí despertamos todos. Ya es una franca mañana. Aunque no tan despejada como cuando había amanecido. La camioneta desciende por el camino angosto hasta entrar a una ciudad.

- ¿Dónde estamos?, pregunto

- Tigre – contesta Tulio.

Pablo se remueve en el asiento y entreabre un ojo. Vuelve a cerrarlo un instante y enseguida se ubica en tiempo y lugar, y se despierta definitivamente.

- Ahora sí, Chozas, vas a ver lo que es bueno – y se frota las manos con ambas palmas abiertas a infinita velocidad. Codea a la hermana – vamos Vani-. Ella se estira con los ojos cerrados en el asiento. Un ombligo con un piercing asoma entre los pulloveres y remeras. Me quedo mirando. El estado de sueño provoca que lo haga quizás exageradamente, sin reparar en que ambos hermanos miran mi mirar. Cuando me doy cuenta levanto la vista, los miro a los ojos y le pregunto a Vanina.

- ¿No te molesta a veces, no se te engancha en la ropa?

No, no. Te acostumbrás.- Contesta restándole importancia. Intento justificar mi interés con más preguntas:

- ¿No te dolió cuando te lo pusiste?

- Si, un poco. Al principio me molestaba. Se me infestó, y todo eso. Pero después se cicatriza y te acostumbrás.

Finalmente soy yo quien intenta restarle importancia a todo, y mira hacia fuera.

- ¿Y ahora?

- Ahí es. Ya llegamos – me dice Pablo, señalando la entrada a un predio alambrado y rodeado de árboles. Encaramos la trompa contra una especie de portón o tranquera de caños con alambre tejido, del que cuelga una bandera con un corazón rojo pintado, con letras en el centro que dicen:

GABILANES MI AMOR

La bandera está sobre un cartel de metal que apenas permite leer:

 

El Criadero

Gavilanes y frutas del interior.

 

Alguien abre ese portón, sonríe, y hace una venia al chofer, y luego otra venia con más respeto, hacia el asiento de atrás, donde están los hermanos. También mira mi asiento pero con curiosidad, intentando descifrar quién soy. Finalmente saluda haciendo una reverencia irónica, exagerada y nos hace pasar. La camioneta patina y oscila en la huella húmeda antes de avanzar. Encaramos un largo camino bordeado por algunos árboles y montículos de pasto. Hasta que llegamos a unas especies de cobertizos donde se ven trozos de plumas y pájaros: gavilanes que asoman o intentan hacerlo. Son como grandes jaulones, algo más chicos que una casa pequeña.

El camino se abre y llegamos a un playón donde hay otros varios vehículos, viejos, algunos destartalados, otros no tanto. Y gente, chicas en su mayoría, fans clubs. Sobre los techos de los autos o colgando de las puertas se ven más banderas pintadas con frases para los Gabilanes. También hay chicas y chicos envueltos en otras banderas. 

Todos rodean un corral. Un pequeño corral de no más de tres metros de ancho por dos de altura, todo protejido por alambre tejido, en el contorno y en el techo. Está sucio de plumas, o pelo, o algo así. Las chicas y chicos lo rodean y se apoyan en él, meten sus dedos en los cuadrados que deja el alambre. Algunos tienen más cara de dormidos que nosotros. Todos se despiertan, se iluminan cuando lo ven a Pablo, pero no se sorprenden. Lo estaban esperando. Es como un ritual que todos conocen y seguramente repiten desde hace tiempo.

Un hombre y tres chicas se acercan a la puerta del jaulón. El hombre es mayor a los fans y a todos nosotros. Corre el pasador y entreabre la pequeña puerta. Las chicas se agachan y dejan escapar un pequeño hámster cada una para que entren al jaulón. El hombre cierra la puerta. Los hámsters caminan en direcciones diversas, husmean el barro, las hojas, el pasto. Buscan salidas entre los alambres. Pablito se ríe, se frota las manos y aplaude. Todos los varones hacen lo mismo. Y las chicas se impresionan o sobreactúan impresión, ocultando sus caras entre ellas, o contra los varones. Una camioneta grande y vieja se acerca marcha atrás y arrima lentamente la culata hacia una de las paredes del jaulón que tiene una ventana. Lleva gavilanes en su interior. El hombre que antes permitió que entren los hámsters ahora ingresa él mismo a la jaula, y desde adentro corre un pasador que abre una ventana exactamente a la altura de la caja de la camioneta. Sale apurado del jaulón para que los hámsters no escapen con él. La gente abuchea, aplaude, chifla. Alguien se acerca a la camioneta y enciende el estéreo en el que no suena otra cosa que música de Pablo. Se escucha el revoloteo de los pájaros dentro de la camioneta. Los roedores siguen en el piso, tranquilos. Finalmente el hombre abre la puerta del furgón, sube el volumen de la música y golpea fuertemente con sus manos la parte delantera del furgón. Logra su cometido: que los gavilanes se espanten y vuelen hacia dentro del jaulón. Inmediatamente cierra la puerta y las aves quedan encerradas en el jaulón, con los hámsters debajo, y empiezan a revolotear en círculos torpemente. De fondo suena el güiro, el teclado, las voz grabada de Pablo y el coro desafinado de Vanina. La gente aplaude y grita. Las chicas se tapan los ojos, los varones silban. Los hámsters empiezan a correr desesperados. Los gavilanes ya los vieron, dejaron de volar. Se paran con dificultad agarrándose con sus patas del alambrado de las paredes o del techo de la jaula. Los chicos los molestan, con las banderas o simplemente con sus manos. Alguno los escupe. Hasta que el primer gavilán, uno de color pardo, desciende en picada sobre un hámster y le clava el pico en el medio de la espalda. El bicho se retuerce en el piso. Los otros dos lo huelen. Inmediatamente después el gavilán  vuelve a caer sobre ellos y con ambas patas agarra a la víctima que agoniza, la lleva al rincón y vuelve a picotearla, una y otra vez, y a comerla ayudándose con sus patas, abriendo el cuero con el pico y enterrándolo luego hasta mancharse de sangre la cabeza y las alas. Dejo de mirarlo y vuelvo a los otros dos gavilanes. Ambos se pelean por otro hámster. Lo picotean, forcejean. La cosa parece pareja hasta que uno de los dos salta sobre el otro y le pica la cabeza, hacen chirridos, revolotean, se pican, picotean los restos del hámster. El último hámster rasca el alambrado intentando salir. Rasca el piso también, parece darse cuenta que quizás haciendo un pozo sea posible escapar por debajo del alambrado. Hasta tengo la fantasía de  enganchar con un pie el alambrado y levantarlo para que escape. Tarde: el primero de los gavilanes ya dejó a su presa y cae directo contra él. Lo toma de una pata con el pico y vuela por todo el perímetro de la jaula. La gente aúlla, aplaude, grita. Los otros dos pájaros empiezan a volar por la jaula, intentando cruzar al que lleva al último hámster todavía vivo. Hasta que aterriza. Los otros dos lo atacan y el animalito escapa torpemente, con la pata despedazada, logra recorrer algo así como un metro hasta que, finalmente, los tres gavilanes caen sobre él, se lo disputan y lo devoran. Intento mirar hacia otra dirección. Vanina fuma un cigarrillo y observa todo sin impresionarse. Todo termina. 

El hombre vuelve a entrar al jaulón con una escoba y espanta a los gavilanes para que vuelvan a entrar a la camioneta. Después de un rato lo logra, y cierra la puerta del furgón. Luego, con la misma escoba barre los restos de pelos, tejidos, sube a la camioneta y se va por el camino que llegamos. Pablo está rodeado de chicos y chicas. Firma autógrafos en papeles, remeras, un sello y hasta una bombacha. Una chica, pequeña, se abrió el cierre del pantalón y lo bajó, en parte, para que Pablo, con precisión, escriba algo en la tela blanca con pintitas azules.

Tulio, Vanina y yo nos abrimos paso hacia la camioneta. Pese a los autógrafos y todo eso, el ambiente aquí es distinto a los de los bailes. Todos están más tranquilos. Amanece. Subimos a la camioneta y nos vamos.


 - ¿Y Chozas? ¿qué te pareció?

- Uf, buenísimo, Pablo, la  verdad, genial. Todo esto es un material increíble.

Hacemos unos kilómetros más por la autopista. Ellos están totalmente despabilados. Yo no. Estoy que me duermo. Hacen bromas, planean ir a bailar a alguna rave, pienso que están locos, son las diez de la mañana. Pablo empieza a cantar un bolero con voz tanguera, Vanina lo sigue. Abrazados, entonan, con tono burlón y ademanes exagerados:

 

Una noche como un loco

mordió la copa de vino

Y le hizo un cortante fino

Que su boca destrozó

Y la sangre que brotaba,

confundiose con el vino

y en la cantina este grito

a todos estremeció...

 

Yo conozco ese bolero pero en versión rockera, es probable que ellos conozcan la versión original, que ni sé quién la escribió.

 

Mozo

Sírvame una copa rota

Quiero sangrar gota a gota

El veneno de su amor


- Eeeeeeepa ¿La tenías Chozas, esa?- dice Pablo – Pablito Gabilán cantando tangos, ¿qué me contursi?

- Impresionante, Pablo, grabalo en el próximo disco. Te vas a llenar de guita.

Entre algunas bromas más, llegamos al lugar de la General Paz donde tengo que bajarme.

- Bueno, che, buenísimo – digo 

-  ¿Te gustó, Chozas? No estabas acostumbrado a todo esto ¿eh? Mirá la carita que tiene Chozas, ¡no da más! – le decía a los otros.

Bueno, me voy a dormir.

La camioneta se detiene a un costado de la autopista. Bajo, y arranca haciendo chirrar las ruedas. Salto el guardrail y empiezo a bajar por el terraplén en dirección a una agencia de remises que veo abajo. El pasto está húmedo. A veces me patino. Me mojo los pies.

El señor que me atiende me indica que suba a un auto negro que está junto a la vereda. La puerta trasera derecha no abre. Espero al chofer, que llega y me indica que suba por el otro lado. Salimos. Prende una radio que se escucha muy mal. No es una radio de auto, sino una pequeña radio a transistores que tiene sobre el torpedo, que se desintoniza en algunos tramos del camino. Se escuchan noticias. Malas noticias disfrazadas de buenas, o directamente malas. No tengo ánimo de entenderlas. De repente me doy cuenta que casi me quedé dormido. En las paradas de colectivo se ven chicos que terminan su sábado a la noche. Muchos, sentados en el cordón de la vereda, vomitan, o ya lo hicieron o lo están por hacer. Cerca de mi casa, en una esquina, casi tenemos que detenernos: un chico yace acostado en plena bocacalle. Parece muerto, pero no creo que lo esté. Está sucio de barro, debe estar dormido, o a lo sumo desmayado.

Llegamos. Intento bajar y el chofer vuelve a hacerme señas recordándome que esa puerta no funciona. Bajo por el otro lado. El puesto de diarios ya abrió hace rato. La panadería también. Subo al departamento. La cabeza me da vueltas. Tengo la panza como si hubiera estado bebiendo toda la noche. Ya en la cama, vuelvo a sentir en el cuerpo la oscilación de la camioneta que me acompañó toda la noche. Y me duermo.




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