Una vez más, después de tanto tiempo, me dispongo a contar cómo empezó todo. Es que ahora resulta lógico lo que en su momento pensaba en la soledad de mi cama, mientras lloraba boca abajo, tapada mi cabeza por la almohada.
Estoy en una silla frente a mi pupitre, sentada sola, en el primer asiento de la primera fila de la derecha, porque es esa la fila que tiene asientos de a uno. Las otras tienen asientos de a dos, y aunque no están todos ocupados, me permiten evitar la responsabilidad de tener que sentarme junto a alguien que finja aceptarme, que simule no reírse o comentar por lo bajo sobre mí. Una sola vez lo intenté. Superar con esfuerzo esa barrera implacable que me alejaba de la gente, de mis compañeras, de mis compañeros más aún. Compañero o compañera: palabras tan agradables ahora y que en aquel momento significaban solo eso: personas que compartían un mismo grado, una misma aula, pero que nunca iban a ser tus amigas o amigos. Que solo eran amigas entre sí para divertirse aliándose contra alguien, a veces con un humor implacable, ácido, que me hacía reír a mi también, para qué negarlo.
Culpa siento hoy de solo pensar en las bromas que le hacíamos a los profesores más buenos, más accesibles -hoy lo comprendo- quienes seguramente se habían levantado cuatro horas antes casi sin desayunar para preparar un sándwich, ponerlo dentro de un taper, llevar a algún hijo a otra escuela en una punta de la ciudad, viajar hacia la nuestra, venir a darnos clase a un grupo de energúmenos que, por ejemplo le ensuciaban la silla para que se manche, o le hacían un sonido con la boca cerrada que retumbaba en todo el aula y que la persona creía que era algo que estaba sucediendo solo en su cabeza perturbada por el stress. Y ahí estábamos nosotros, riéndonos con la boca cerrada, haciendo ese zumbido, colorados, mirando al piso o al pizarrón para disimular. El docente en cuestión miraba extrañado disimulando también, por temor o por vergüenza, hasta que la broma se extinguía. “Morticia gorda”, decía el primer cartel que encontré escrito en el pizarrón el segundo día de clases de tercer año: menos de veinticuatro horas bastaron para que el ingenio popular de varias de las treinta personas que compartían mi clase encontrara la definición sintética y certera de mi apariencia. Porque lo peor era eso. Cuando la leí, automáticamente entendí que hablaban de mí. Y el terror me invadió el pecho porque sabría que nunca terminarían una vez que habían empezado. “Morticia gorda y despeinada”, decía al día siguiente. “Morticia gorda, despeinada y con caspa" al otro.
Para
mitad de año, el pizarrón estaba lleno de adjetivos que alguien se encargaba de
recordar de un día al otro, y agregar uno nuevo. Trataba en vano de identificar
la caligrafía para adivinar quiénes lo escribían, pero era en vano, porque
siempre cambiaba, siempre era horrible, porque lo escribían con la izquierda
los diestros y los zurdos con la derecha, para que fuera imposible identificar al
autor. El desafío era encontrar un epíteto más que me definiera, que no se
repitiera, y sumarlo día a día.
“Morticia
gorda despeinada con caspa con granos en la frente equipo de gimnasia un talle
menos pullover con bolillitas cera en las orejas grasa en la piel uñas
carcomidas psoriasis en los dedos agujero en la rodilla zapatillas viejas
cartuchera pretenciosa voz de colectivero olor a culo aliento a muerto tetas de
ballena culo galáctico madre verdulera gorda como ella”.
Antes
de comenzar la primera hora de cada mañana, el profesor o profesora que tenía
que usar el pizarrón lo borraba o lo hacía borrar. No leían o simulaban no leer
las palabras, acostumbrados a encontrarse con dibujos de
penes y bolas junto a un número tres que simulaba ser un culo, o
estándares similares de sexualidad ridiculizada por generaciones y generaciones
de alumnos avispados.
Y
ahí estaba yo, leyendo en diagonal el pizarrón de cada día, salteándome todos
los adjetivos para detenerme en el último, el nuevo, por ejemplo: “menstruada”.
Culpa
tenía yo por no saber vestirme, por no saber peinarme, por no ser femenina como
casi todas las que sabían qué había que ponerse. Culpa tenía mi mamá por no
haberme enseñado eso, y en cambio preocuparse porque no odie ni le reclame
atención a mi papá que nos había dejado y rara vez me contactaba. Culpa tenía
ella también por haberme puesto un nombre pensando que me aseguraría un destino
de belleza: “Rosa”. Un nombre rescatado de otra época pretendiendo una
originalidad que no lograba otra cosa que inspirar más frases para mi párrafo eterno
en el pizarrón: “con nombre de vieja”.
Andrea
trató una tarde de sincerarse conmigo y parecer algo así como una amiga. Fue
cuando nos tocó hacer un trabajo práctico juntas. Estuve nerviosa toda la tarde
hasta que llegó a casa: ordené todo, me bañé y me cambié la ropa. Me miré en el
espejo para encontrar un aspecto casual y despreocupado que explicara que
afuera de la escuela yo era distinta a todo eso que decía el párrafo del
pizarrón que crecía cada día.
Era
abril, la frase ocupaba más de tres renglones ya, y Andrea, la hermosa Andrea,
que usaba ropa sin marcas de moda igual que yo, pero que a ella le quedaba
bien, tocó el timbre de mi casa y bajé a abrirle.
Llegó
con lo mismo que tenía puesto en la escuela: un pantalón de jean, una remera
sencilla blanca que dejaba asomar un bretel de un color llamativo, rojo o
violeta, lo único de color llamativo que siempre usaba, natural y despreocupada
como siempre.
Cuando
abrí la puerta me lanzó, sorprendida y risueña:
-
Te bañaste, ¡qué voluntad! Yo sólo me baño a la mañana porque si no no me
despierto. Si no salgo a algún lado no me baño ni me cambio, mi vieja siempre
me dice que me saque la ropa de la escuela, pero yo no le doy bola. Solo tiro
el guardapolvo por ahí.
Mientras
subíamos la escalera pensaba en el miedo que siempre tenía de que descubrieran
que copiaba su ropa, aunque en mí se viera insulsa, como ya me lo habían hecho
saber en el pizarrón.
Entramos
y ella se tiró en el sillón, agitada.
-
Uf ¿cómo hacés para no cansarte?
-
Estoy acostumbrada a subirla y bajarla todos los días, debe ser por eso.
-
¿No hay nadie?
-
No, te dije.
-
Está bueno, re tranqui entonces. ¿Vos dónde dormís? – miró para la pieza de mi
vieja
-
No, ahí – señalé el sillón, y ya me puse colorada. Creo que para esa época
todavía no habían puesto “colorada” en el pizarrón.
-
Ah, qué bueno, tenés tele a la noche-. En esa época no había celulares para
pasar las noches de insomnio.
-
Sí – sonreí incómoda. Tomamos algo, hicimos algo del trabajo de biología. Y
hablamos. Hablamos bastante.
-
Qué distinto que tenés el pelo.
-
¿Cómo distinto?
-
No sé, así, vaporoso
-
No parezco tan Morticia
-
¿Morticia? –ahora se sonrojaba ella, desentendida. Yo me reí mirando la taza y
las galletitas que ella había traido, fingiendo que no me importaba la
cuestión. Hasta que acusó recibo:
-
La verdad no sé por quién lo dicen. Para mi es como un personaje que creamos
entre todos, la onda no es pensar en nadie en particular, ¿viste? La cosa es ir
agregando palabras todos los días, a ver a quién se le ocurre un insulto nuevo,
y si se acuerda de los anteriores ¿no? Pero nada que ver con nadie en
particular.
-
No sé por qué lo aclarás entonces-, pensé.
-
¿Vos alguna vez lo escribiste?- preguntó.
-
¿Qué cosa?
-
El párrafo ese, ¿vos nunca?
-
No, ni en pedo. Me da vergüenza-, inventé.
-
Ay, qué tonta? ¿Por qué?
-
No sé, me da vergüenza.
-
¿Vos decís que es por vos?- me preguntó finalmente, como quitándole dramatismo
al asunto y se respondió inmediatamente -¡Nada que ver!
Ya
no pude hablar más. Miré las hojas, la mías, las de ella. La taza otra vez. Las
galletitas. Volvimos a trabajar. Miré su letra para ver si podía identificar si
alguna vez había escrito en el pizarrón.
Terminamos,
empezamos a guardar los útiles y a llevar los platos a la cocina. Bajamos la
escalera. Cuando le abrí, nos dimos un beso y, antes de irse, se animó a decir:
-
Un día sí, escribí, no me acuerdo qué puse, una boludez. Es que en el recreo me
decían siempre, cuándo te toca, cuándo te vas a animar, y me gastaban, que era
una cagona y todo eso. Ni me acuerdo lo que puse. Somos repelotudos todos a
veces, no? La verdad.
Nos
quedamos mirando. Creo que mi cara estaría por explotar.
-
Perdoname-, me dijo – bah, no era por vos, pero perdóname, digo, si pensaste
que es por vos.
-
¿No es por mí? – pregunté.
-
No, sí, no sé, es porque alguien empezó un día con que eras una Morticia pero
gorda, viste, porque Morticia era flaca y como vos te vestías así hasta el año
pasado, este año estás distinta, ¿no? Ay soy una pelotuda- finalmente dijo, y
se llevó las manos a la frente mirando para abajo. Parecía como que fuera a
llorar. Yo seguía ahí, parada frente a ella, incómoda. Hasta que finalmente
dije:
-
No, todo bien.
Se
fue. Subí despacio las escaleras. Llegué cansada. Me tiré yo en el sillón.
Dentro de un rato llegaría la hora de cocinar, y mi vieja.
Cenamos,
le conté que vino una compañera a hacer un tepé, me preguntó cómo la habíamos
pasado, le dije que bien.
A
la mañana siguiente me levanté un poco más temprano. Pensaba llegar antes que
nadie, dispuesta a escribir el pizarrón yo, o ver quién lo escribía esta vez.
Pero cuando entré al baño me dieron ganas de bañarme.
-
¿Qué hacés, loca, bañándote a la mañana?-
me dijo mi vieja, cuando me vio salir del baño, justo antes de salir
para el trabajo.
-
Nada, no sé, para variar-, le dije, y nos dimos el beso de despedida.
Llegué
a la escuela, tarde como siempre, sobre la hora de entrada. Entré al aula y el
pizarrón ya estaba escrito. Pese a que el profesor todavía no había llegado se
hizo un silencio. Dejé mi bolso y mi campera en el asiento mientras veía cómo
todos evitaban mirarme. Localicé a Andrea, que hablaba con dos o tres más que
estrictamente miraban para otro lado. No me senté. Fui hasta el pizarrón,
agarré una tiza y agregué: “Pelotuda”.
De
todos modos, el párrafo siguió creciendo día a día a lo largo de los meses,
hasta que la broma se extinguió.
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