Ya vivíamos solos. Ya nos sentíamos encerrados, aislados, atemorizados. Ya veníamos siendo una sociedad desorganizada. O mal organizada, en la que el deseo cumplido es un privilegio para pocos.
Ya nos veníamos
preocupando por lo poco que nos veíamos. Por lo poco que salíamos. Por lo poco
que nos divertíamos. O por lo mucho que costaba poder hacerlo.
Y llegó la
pandemia. De una magnitud inusitada. Medida, seguida y relatada paso a paso.
Años anteriores morimos de gripe. No todos. Existían grupos de riesgo. Mayores
de 65, embarazadas y quienes tenían enfermedades preexistentes. Casi medio
millón de personas moría al año por ese motivo antes de que se decretara esta
pandemia. Pero no. No nos importaba. Porque de eso se trataba la forma en que
vivíamos. En no pensar en esos pobres desafortunados que morían de gripe, de
denge, de ébola. Refugiados, viejos, pobres gente, mejor no pensar.
Hasta que no.
Hasta que un día el sistema se puso de acuerdo y decidió contabilizarlos. Y
contarlos. Se creó un mapa interactivo donde se iba a registrar cada uno de los
casos que se detectaran y cada uno de los muertos que fallecieran. La decisión
se tomó exactamente en alguna de las cuatro jornadas en las que se reunió el
grupo Bilderberg, en Suiza, en Montreaux, “en un lujoso resort”, dicen los
medios.
Dicen sobre la reunión,
no dicen sobre su contenido, está claro. Sigo citando textual,
de la BBC News
del 30 de mayo de 2019, hace casi un año, meses antes de mi
primera internación: “Al
encuentro están invitados unos 130 líderes de la élite política mundial, así
como personalidades de la industria, las finanzas, la academia y los medios de
comunicación”, como lo vienen haciendo desde 1954: en
secreto, sin
comunicados de prensa, porque están “prohibidos”. Sigo citando a la BBC: “Los
teóricos de la conspiración acusan al grupo de cosas como diseñar
deliberadamente la crisis financiera de 2008 o hasta planear matar al
80% de la población mundial”.
Yo era uno de ellos, no de los del grupo
Bilderberg sino de los “teóricos de la conspiración”. En ese momento veníamos
luchando debido a otro problema que se nos había planteado: el de la imagen
negativa que estaban instalando contra nosotros, inyectando en los medios y
redes sociales el termino “conspiranoia” como contrapartida de las conspiraciones
que año a año veníamos denunciando, con los pocos canales con los que
contábamos, con lo difícil que nos resultaba reunirnos para debatir y
planificar algo sabiendo que ellos lo saben todo. Al día de hoy, nuestros
informáticos no pudieron solucionar ese tema y el rol del grupo de expertos en
creación de contenidos que integro, poco y nada puede hacer si no tenemos
manera de traspasar el blindaje técnico de softwares que impiden la
viralización de nuestros mensajes. Y así estábamos, escribiendo en papel y
reuniéndonos en lugares diferentes cada vez, sin celulares, en casas pobres, a
oscuras, y en grupos de no más de tres. Y así nos ganaron otra vez, como
siempre. Antes de lanzar este nuevo ataque certero del Coronavirus se
aseguraron de desprestigiarnos, por las dudas, como si fuéramos poderosos, una
vez más.
Así se encargaron de difundir e instalar las
teorías de los locos terraplanistas para ponernos en una misma bolsa de
paranoicos que creen en conspiraciones. Conspiranoicos. Pusieron un documental
en Netflix, donde no se encargaron tanto de profundizar sobre esas teorías sin
fundamentos, sino más sobre mostrar y demostrar lo locos que estaban, lo
ridículos que eran, fanáticos desquiciados. La maniobra consistió en que lo más
cierto de esa teoría (el hecho de que existe un consenso mundial de poderes
para que todo siga como está, y que vivimos en una mentira inventada, frágil,
que sería fácil de derrumbar si la viéramos todos) quede pegado a lo
inverosímil y ridículo de la idea de que la tierra sería plana. Y así, dieron
un pasito más sobre nosotros, ridiculizando a todo el que piense distinto, como
si toda denuncia de conspiración fuera solo por paranoia.
Y después vinieron las internaciones.
Empezaron por mí, cuando en medio de los ataques de angustia que tengo desde
que recuerde, a alguien se le ocurrió que ya no podría tratarlos con terapia
psicoanalítica y alguna medicación de vez en cuando. Debía cambiar de médico y
conocer a ese psiquiatra eminente que casualmente estaba en la cartilla de mi
prepaga, que casualmente hacía poco había empezado a pagar a través de un
acuerdo exclusivo con mis empleadores que me permitió acceder a una cobertura
superior, inalcanzable para mí unos meses atrás. Lamentablemente, para cuando
me di cuenta, ya no fue posible contradecir a ese médico, que me internó por la
fuerza del consenso de toda mi familia, convencida de mi paranoia.
Todo empezó cuando una noche de insomnio
busqué en mi biblioteca y no encontré mi viejo libro de fábulas de Esopo, que
me había dejado mi abuela treinta años atrás. Quería releer el relato ese que
cuenta que un niño descubrió que las telas que le habían vendido al rey con supuestos
mágicos poderes que hacían que solo la vieran los inteligentes no eran más que
mentiras, y provocó una rebelión popular al gritar lo obvio: que el rey estaba
desnudo.
Nadie de mi familia reconoció haberme
escondido el libro. ¿Alguien habría entrado a mi casa en secreto, robándose
solo ese libro, y nada más, ni electrodomésticos, ni mi computadora, ni plata,
ni nada? Imposible. O peligrosamente paranoico. Y las miradas se posaban en mí
cada vez más temerosas.
Nada más no, porque muchos años antes, muchos,
también desaparecieron otros preciados tesoros: el vinilo de “Confesiones de
Invierno” de Sui Generis, con “Tribulaciones, lamentos y ocasos de un
tonto rey imaginario, o no”, y el de “Utopía” de Serrat, con su
trillado “Disculpe señor”.
En esa ocasión, tengo claro que fue mi madre quien directamente los puso en la
vereda con tocadisco y todo “para que se lo lleven los botelleros”. Nunca le
encontré explicación a ese hecho y hoy está muerta, y si no lo estuviera, no sé
si quisiera o pudiera explicármelo.
En este contexto, más extraño aún fue que me
dieran de alta. Y que después me volvieran a internar otra vez. Dos veces en un
año. No entiendo por qué no me dejaron internado directamente. ¿Para que no
sospeche? ¿Para que crea que realmente es un tratamiento? ¿Para que mi familia
también lo crea, y se comprometa con él, y me siga obligando a cumplirlo?.
No entiendo por qué no me hicieron como le
hicieron al turco, que le dio un accidente cerebrovascular, días antes de que
se decrete la cuarentena. ¿Un ACV a los cincuenta años? Sí, a los cincuenta
años. En su caso es irreversible. Dicen.
(Foto ilustración: De Michiel1972 - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=3150643)
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