Había una vez un pibe que salía a pasear con sus amigos en la camioneta que le prestaba su papá.
Pero el papá le ponía un límite. Le decía que no tenía
que andar mucho, solo unas pocas vueltas por el barrio.
Pero él no sabía de límites: cuando se subía a la
camioneta con sus amigos, cruzaban avenidas, plazas y puentes buscando las aventuras
y emociones que alimentaron las mejores anécdotas de su vida. Tampoco sabía de
límites para la cantidad de gente que llegó a llevar en esa camionetita.
Quince, veinte. Ya es un mito que todavía hoy se discute en bares y
universidades.
Para que no lo castiguen por no respetar límites, el
pibe llegaba a su casa y hacía siempre lo mismo: Tomaba un cricket, ponía la
camioneta sobre unos tacos de madera y hacía girar las ruedas marcha atrás,
para que el cuentakilómetros también retrocediera, y no develara el secreto de
los kilómetros recorridos ese día.
Todas las semanas hizo eso, religiosamente: el pedido
al padre, el paseo, las aventuras, el cricket, y retroceder el cuentakilómetros
para que nadie se entere.
Hasta que un día, le pasó algo raro: cuando sacó los
tacos de madera después del paseo, se cruzó con el papá que le dijo: ¿y? ¿hoy
no te vas a llevar la camioneta?
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