Pido disculpas a los escritores. A los que saben escribir. Y leer también. Porque hay que saber escribir, pero leer también. Si no, no es posible escapar a los lugares comunes, me parece.
Pido
disculpas porque lo que voy a contar está lleno de lugares comunes, porque nada
hay más común que la muerte y todo lo que la rodea.
Así
es que una tarde finalmente llegó ese día de tener que recibir la noticia de un
médico, que te llama aparte y te dice que está muy grave, que es muy difícil
que se salve, que vamos a tener que hacernos a la idea de que, si sale, no va a
salir mejor de como entró. Y entró muy mal. Muy mal. Sufriendo mucho. Desde
hace un año sufría mucho. Todos sabíamos que esto iba a pasar. Pero cuando
pasó, llegó y pasó muy parecido a lo que nos imaginamos siempre. Con la
diferencia de que ya no era imaginación. Era acción. Suceso. Hecho. Cosa.
Muerte. Silencio absoluto de todos los cables y monitores que hasta ese día
durante la última semana nos habían informado lo que se venía. Como en las
películas. Lugar común.
Reconocer
luego el cuerpo, algo que me habían contado, y me pasó, ahí en ese lugar con
camillas, con sabanas tapando todo y una sábana que se levanta –lugar común-
pero también una bolsa con un cierre. Eso no lo sabía. Nadie me lo había
contado nunca. La sensación típica de que somos un envase descartable cobró un
sentido crudo, presente y real. Los médicos con cara de circunstancia. La
planilla para firmar todo tan bizarro, tonto y triste como me lo había imaginado.
Pero real. La incomodidad de cada una de las personas involucradas en cada uno
de los trámites burocráticos que acompañan a la muerte. Todos atravesando ese
momento que es cotidiano para ellos en su trabajo, y único para nosotros, los
protagonistas. Entonces la cara de la chica que dice bueno, ahora tiene que
decirnos qué cochera eligió y ellos se contactan con nosotros para encargarse
de todo. De todo menos que reconocer ese cuerpo de mi viejo descartable, eso me
tocó a mí.
Al
salir, de ese lugar que unas horas antes desbordaba ciencia y glamour y ahora
me decía que vaya a la parte de atrás, a la morgue, ese lugar oculto, oscuro,
casi sucio, casi improvisado, donde queda claro que existe un límite llano y absoluto
en el que nada se puede hacer.
Sin
llorar, salí del hospital que lo sentí más silencioso y oscuro que en las
semanas anteriores. Subí al auto, respiré hondo, lo puse en marcha. Sentí esa
sensación, lugar común, de estar-viviendo-una-película-pero-no. Vi salir la
ambulancia con el logotipo de la cochería que contraté. Ambulancia sucia,
oscura, sin ventanas, sin sirena, con una tenue luz licuadora que no recuerdo
si era verde o azul. Absolutamente distinta a la que nos trajo diez días atrás,
que iba rauda por la autopista, abriéndose paso con su sirena poderosa y yo
detrás.
Como
un ritual propio y secreto seguí con el auto a la ambulancia de la cochería,
sin que el chofer ni siquiera lo supiera. Mirando el paragolpe trasero y la
puerta cerrada pensaba que en esa camioneta estaba mi papá, tan groseramente
muerto, mucho más muerto que lo que estaría en el velorio unas horas después.
Ya
me salteé la parte en que el señor de la
casa mortuoria nos hizo elegir el servicio, las calidades del cajón, las
manijas y la placa identificatoria del difunto, porque ocurrió unas horas antes
de todo esto y mucho se ha hablado de lo cuasi cómico de esa situación.
Fuera
del lugar común está la chica, encargada de la casa velatoria en el turno del
amanecer, con una estética que sinceramente no hubiera imaginado para esa
situación. Calzas negras brillantes al amanecer en una casa mortuoria. Tacos. Pelo
corto oxigenado casi hasta el blanco, voz chillona, rostro rústico de infancia
sufrida.
-
Yo los acompaño, porque en el cementerio los conozco a todos
Mi
hermana y yo le agradecimos y no pudimos dejar de sonreírnos con esa
complicidad que siempre nos unió, a ella y a mi otra hermana también. Y a mi
papá, que ahora entiendo que fue él quien nos enseñó a reírnos de la iglesia y
los velorios, pese a que nunca le permitimos enseñarnos muchas otras cosas.
-
Es mejor que vengan conmigo y elijan ustedes el lugar, porque si no lo ubican
en cualquier lado. A nosotros nos conocen- continuó. Y caminamos entre tumbas y
senderos del cementerio público de Avellaneda, con sus mausoleos hermosos y
decrépitos, algunos grandes como casas. Tumbas abandonadas entre otras cuidadas
y mantenidas, con colores de cuadros de futbol, con vírgenes enormes, con
plantas en macetas, con flores artificiales y yuyos. “Las flores en floreros
están prohibidos por el dengue”, nos actualizó.
Hasta
que se detuvo en un lugar, donde no había tumba, solo tierra dura, vieja y pasto
producto del abandono.
“Un
lugar sería ése”, señaló. “Otro ése”, señaló más allá. “Y otro ése”, y señaló
un poco más allá, en una esquina. Con mi hermana, doce años menor que yo, nos
miramos, desorientados, sin poder asir un argumento racional que nos empuje a
elegir una u otra parcela.
-
No sé, ése – dijo ella, agarrándose de vaya a saber qué idea.
-
Bueno, sí – apoyé.
-
Bueno, listo, yo me encargo de todo – dijo ella, mientras ya se acercaba la
hora terrible de volver a la escena del velorio, que se cierre el cajón, se
despidan los deudos y lo trajéramos.
Se
fue a una oficina, tan pública, quedada en el tiempo, con expedientes
amarillos, vetustos y pesados por todas partes, números sin turneros y una
empleada desfavorecida por la naturaleza que grita –perdón escritores por el lugar
común otra vez, pero así fue: “¿quién sigue?”, dijo.
De
vuelta rumbo a la última media hora de velorio, Adriana –así se llamaba nuestra
guía consejera- se acomodó nuevamente en el asiento de atrás, y me animé a
preguntarle.
-
Qué raro tu trabajo, ¿no? Bueno, vos debes estar acostumbrada, pero debe ser
raro, ¿no?
-
No, nosotros nos divertimos, es un trabajo como cualquier otro. Lo feo es para
alguien que tiene miedo, había un muchacho que no aguantó. Decía que en el
turno de la noche aparecían fantasmas y todas esas cosas, y nosotros lo
asustábamos.
Yo
había pensado en el dolor, en gente llorando, trabajar rodeado de tragedia y
tristeza permanente. Ella y sus compañeros pensaban en miedo, en películas de
terror y en sustos.
-
Re poco duró, a los pocos meses se fue a la mierda- risas en el auto hasta
llegar a destino.
Minutos
después, escena común, la más triste de todas quizás, con todos nosotros
abrazados, llorando, diciéndonos cosas sin poder entender. Consuelo común,
pensar que ya no sufra esa falta de aire terrible que lo obligaba a tener que
parar cada diez metros primero al caminar, agitado, luego a usar un
concentrador de oxígeno casi todo el día en su casa, luego todo el día, luego alquilar una mochila de oxígeno que
finalmente nunca usó, porque ahí se desató todo: el desmayo final, la
ambulancia veloz y salvadora, la terapia intensiva, los médicos terminantes,
los horarios de visita cada vez más breves y rigurosos, las últimas visitas con
él dormido, las anteúltimas con él despierto entre sueños. La última vez que me
habló detrás de la máscara, me dijo:
-
¿Sabés qué soñé?
-
No, papi ¿soñaste? Qué bueno ¿qué soñaste?
-
Que fumaba, que me prendía un cigarrillo, acá en esta sala
-
¿Acá? Qué bueno, pa, ¿lo disfrutaste, por lo menos?
No
me acuerdo que me respondió, o si me respondió detrás de la máscara gigante esa
que tenía, que le tapaba hasta los ojos claros.
“Quizás
nunca usó la mochila porque nunca la había querido usar, nunca quiso usar todas
esas cosas” razonó mi otra hermana, la mayor, en esas sabias y tristes
reflexiones de esos días últimos.
Por
todo eso, cuando llegamos al lugar, llevando las manijas mis amigos, mis tíos y
yo, nos llamó la atención el árbol gigante que estaba junto a donde lo
enterramos, y ella volvió a reflexionar que qué bueno que hubiera un árbol tan
grande, casi como un símbolo del oxígeno que le faltó todos estos años.
Mientras todos llorábamos esas últimas lágrimas profundas, que salen tan de
adentro del alma que alivian como placebo.
Sin
embargo, luego de eso, con mi otra hermana nos volvimos a mirar ya con
preocupación cómplice: ese no era el lugar que Adriana nos había asignado.
-¿No?
– le dije
-
No – me dijo
Tomamos
la postal que nos dio el enterrador, con la imagen de un santo al frente y una
línea de puntos detrás en la que él mismo o alguien había colocado el dato:
Tab
8 – f 26 – p 115
Así
que, entonces, juntamos las últimas energías que tuvimos, después de la noche
sin dormir, los infinitos llantos, el desconsuelo, y volvimos a la casa de
sepelios.
-
Adriana, me parece que no nos dieron el lugar que vos nos diste. Me parece que
era otro. Hay un árbol al lado, gigante, que me parece que no estaba en el
lugar que vos nos mostraste.
-
¿Enserio? ¿De verdad? – decía mientras comparaba mi postal con sus infinitas
planillas y sellos. Bueno, dejame que mañana lo veo con ellos y te digo. No te
preocupes. Igual no hay problema, porque se cambia el dato acá y listo, no te
preocupes. Mañana llamame.
Así
que al día siguiente, contra mi voluntad, tuve que volver a llamarla y usar
todas esas palabras que cada vez me parecían más familiares, más fáciles de
nombrar: falleció, nombre, tumba.
-
Quedate tranquilo, ya se solucionó. Tenían razón, lo enterraron en otro lado,
pero ya modificamos todos los registros, acá y en el cementerio, así que no te
preocupes, quédate tranquilo, ya está.
Casi
seis meses pasaron, de trámites. Más palabras como pensión, viuda, difunto,
invadieron mi cotidianeidad hasta diluirse en mi memoria, y dejarme pensar
menos en todo eso, hasta que llegó otra palabra:
-
La lápida podés hacerla con este señor – recién al sexto mes juntamos fuerza
nuevamente con mi hermana mayor esta vez, porque la menor ya había vuelto a su
casa a 1700 kilómetros del cementerio, para encarar el último trámite. Y con mi
mamá. Mientras, en el lugar donde habíamos dejado a mi papá, junto al árbol, no
habíamos puesto nada. No habíamos vuelto hasta ese día que llegamos con ese
señor, que nos guió hasta el número que decía el papelito, imposible de haberlo
ubicado sin su ayuda en ese lúgubre laberinto.
-
Veintidós, veinticuatro, veintiséis – fue contando las tumbas - acá es.
Silencio,
porque no era ahí. No estaba el árbol.
-
¿Acá había un árbol y lo cortaron? – pregunté, desinteresadamente, procurando
no preocupar a mi madre, que miraba el pasto del piso, deprimida.
-
No, para nada.
-
Pero me parece que este no era el lugar, era en una esquina.
-
Si era en una equina, entonces era ese, pero ese es veintisiete, no veintiséis.
-
Pero si es dos lugares más allá, por qué no es el veintiocho.
-
Porque acá es así, se cuenta de dos en dos,
Me
quedé mirando el papel, el lugar, el espacio sin tumba que marcaba él, el
veintiséis, que coincidía con el papel, el que podría ser, el veintiocho.
Efectivamente, el veintiocho estaba en una esquina, tenía un árbol al lado,
pero no tan frondoso. Pero podría ser, porque en noviembre estaba frondoso, y
ahora, en abril podían habérsele caído las hojas, o podían haberlo podado.
-
¿Puede ser que hayan podado este árbol?
-
Si, puede ser – dijo el señor
-
A parte este tiene pasto que parece más nuevo ¿no? Casi no tiene pasto.
-
Y, la verdad que sí. Ese parece que hace mucho que no lo tocan, ese puede ser
que hace menos. ¿Cuándo fue que lo trajeron?
-
Hace cinco o seis meses, en noviembre.
-
Si, puede ser, debe ser ese. Entonces está mal ahí.
-
¿Dónde?
-
Ahí, en el papel.
-
Ah, claro puede ser, porque hubo una confusión ese día, pero me dijeron que lo
solucionaron. ¿Y ahora qué hago?
-
Y, tiene que ir a la cochería a ver cómo está anotado, porque si está mal
anotado yo no le puedo hacer una lápida si usted no me muestra el papel con el
número bien. Usted me tiene que dar una fotocopia del papel del cementerio para
que el cementerio me deje trabajar en la lápida, si no, no me deja.
-
No lo autorizan
-
No
Nos
quedamos mirando la tierra. Mi mamá escuchaba todo atenta, muda.
-
¿Quién es la cochería?
-
Lopérfido – le digo.
-
Ah, sí, Adriana, dígale, pregúntele, a ver si ella se lo puede solucionar.
Vuelta
a casa de mi madre, la dejo y voy con los papeles originales, certificados, a
ver a Adriana. Le explico lo que pasó.
-
No sé si te acordás de mí – y ahí comienza otra conversación plagada de esas
palabras horribles, dichas fríamente como si nada me preocupara más que desde
una cuestión administrativa. Hasta que ella dice:
-
Ah, sí, me acuerdo, pero yo arreglé todo.
-
Sí, yo me acuerdo, pero ahora me dicen que está en otro lado, o sea que está en
ese lado pero que la dirección que dice el papel es otra.
-
Bueno, pero no te preocupes, andá al cementerio que te lo van a solucionar,
tienen que verificar que está ahí y listo, modifican ellos los registros, pero
acá a mí me figura en todos los papeles el número veintiséis, no veintiocho. No
te preocupes, siempre pasa.
Eso
me tranquilizó un poco. Sin embargo, para hacer el trámite final fui con mi
hermana mayor. Ella fue la que me introdujo una duda:
-
¿Y cómo verifican que es él? Con todas las cosas que están pasando. Mirá si hay
un… No sabés lo que me contó Claudia, mejor ni te cuento.
No
insistí, pero después fuimos juntos, al día siguiente, sólos, sin mi madre, entre
risas nerviosas, a la oficina del cementerio, frente a la iglesia, con nuestros
papeles originales y el señor. Explicamos todo, el muchacho se mostró
preocupado y solidario. Abrió un bibliorato en el que había unas planillas. Fue
hasta el día 5 de noviembre y lo recorrió con el dedo. Buscó hasta encontrar el
nombre de mi padre, igual al mío, a esta altura detalle menor. Junto a él leímos
los tres juntos la caligrafía manuscrita en bolígrafo: 8 –26 –115
-
¿Ustedes están seguros que es ese lugar? – recuerdo que tenía tatuajes por
todas partes, y un aro de esos grandes, que abren la piel de manera
impresionante hasta estirar el lóbulo de la oreja al máximo posible.
-
Sí, porque había un árbol al lado y justo nosotros dijimos que qué casualidad
que mi papá se había muerto por un problema en los pulmones y estuviera ese
árbol al lado – largó mi hermana.
El
pibe miró al señor y le dijo
-
¿Podés ir a verificar el lugar, mientras yo hablo con ellos?
Esperó a que el señor se alejara y nos dijo,
en confianza, en voz baja:
-
Miren, parece que hubo un error cuando lo enterraron. Igual, por suerte el que
está en ese lugar ya se dio de baja por abandono, porque ya se pasaron los
plazos, por lo cual no hay dudas de que el lugar es el que dicen ustedes, el
veintiocho. El tema es que en realidad, lo que tendríamos que hacer es llamar a
un juez, citar a la otra familia, que la otra familia no responda, verificar la
identidad, y toda una serie de cosas que por suerte como no tenemos dudas
podemos no hacerlo. Vayan otra vez para allá, si el señor verifica que es ese
lugar ustedes vuelvan, me ven a mí y yo lo modifico en los registros.
Fuimos
otra vez al lugar, que cada vez vimos más familiar. Mi hermana lo reconoció de
inmediato. El señor nos estaba esperando.
-
Bueno, es acá ¿no? – Dijo
-
Sí – contestamos al unísono.
-
Bueno, vamos a tener que verificarlo. ¿El cajón tenía una plaquita con el
nombre, no?
No
lo recordábamos:
-
Mmmm, no sabemos ¿por qué?
-
¿Puede preguntar en la cochería?
Llamé
a Adriana.
-
Adriana, ¿el cajón de mi papá tiene una placa con un nombre o un número o algo
afuera? Yo no me acuerdo…
-
Sí, claro, tiene que tener una placa de bronce con el nombre de él ¿Por qué?
¿Van a verificarlo, no?
-
Sí, sí – titubeé algo más aliviado
-
No te preocupes, es un agujerito que le hacen a la tierra y lo miran.
El
señor llamó a otra persona por teléfono.
-
Traé la pala – le dijo.
En
pocos minutos llegó su compañero en bicicleta con la herramienta.
-
Fijate, este es – señaló la tumba.
El
hombre alzó la pala y la hundió con un golpe certero. Tres veces, hasta que se
escuchó el ruido del ataúd. El agujero era angosto, sólo del ancho de la pala.
Porque todos los golpes fueron en el mismo exacto lugar. Porque él sabía
exactamente a qué altura están ubicadas todas las placas de todos los cajones
de muertos. Metió la mano, limpió con sus dedos la tierra hasta que asomó la
placa de bronce. Se hizo a un lado para que miráramos nosotros. Miró el señor,
leyó en voz alta el nombre, pronunció mal el apellido, como ocurrió siempre. Se
apartó y nos dejó que nos asomáramos. Volvimos a ver el cajón, nuevo todavía,
brillante la placa con el nombre de mi padre.
-
Gracias – le dijo el señor al otro, y miró el agujero para que vuelva a poner
la tierra en su lugar – Bueno, menos mal, nos dijo a nosotros. Vayan a la
oficina que yo ahora les aviso – nos dijo a nosotros.
Volvimos,
caminando rápido, aliviados, aturdidos, clandestinos.
Hablamos
con el del aro.
-
Sí, ya me dijo. Quédense tranquilos que ahora lo corregimos.
Volvió
al bibliorato. Borroneó el número, remarcó el seis, lo transformó en un ocho y
debajo, en un hueco entre renglones colocó:
-
Digo: 28 – firmó y selló – Listo, quédense tranquilos. Ahora lo estoy
modificando en el sistema, yo mismo lo modifiqué, quédense tranquilos.
-
No te enojás si te pido que me lo corrijas acá, en el certificado que me queda
a mí. Digo, porque tengo miedo que dentro de unos años tenga algún problema-
Dudó
un instante, accedió a nuestro pedido y nos repitió:
-
Quédense tranquilos que ya lo modifiqué. Olvídense de todo.
Con
una fotocopia del papel corregido, el señor consiguió la autorización para
construir la tumba, con el color y los materiales que le pedimos.
Elegimos
un modelo que tenía un espacio de tierra para poner piedras y plantas
resistentes al tiempo.
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