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Cata

Se me dio por ir a una cata de vinos.
Después de tanto ostracismo, de tanto estar en mi casa encerrado sin llave para que entre quien quiera y se lleve lo que quiera o me mate, una tarde decidí ir a una cata de vinos. Un mail que llegó entre tantos otros me invitaba a conocer una bodega nueva, noble, genuina y de Salta, Argentina.No sé mucho de vinos. Solo los tomo en grandes cantidades cuando estoy triste, así que decidí ir a ver si aprendía otra cosa de ellos.El señor que explicaba todo –el somelier- era el capo máximo de la reunión. Petiso, camisa cara, bombacha de gaucho, voz suave y tranquila. E infinidad de palabras.Todos coincidían en que el sabor de la copa que teníamos entre las manos era redondo. Con notas de especias, de frutas rojas, de aceitunas negras. Coincidían sobre taninos, y agregaban comentarios similares que rápidamente eran tomados por el somelier para felicitarlos porque sí, tenían razón, esa variedad de uva tenía esa particularidad que el catador estaba descubriendo.Un señor canoso con extraños dientes negros decía que en las calles de Roma había probado algo similar. Otro decía tomar el sábado al mediodía para no tener que preocuparse por quedarse dormido. Otro, que el vino no había que guardarlo en la heladera. Que una vez abierta una botella, había que terminarla.
Una rubia, joven, sentada, colorada no sabemos si siempre o en ese momento, tomaba una copa y le decía al somelier: es suave, pero tiene cuerpo, tiene presencia, no se va. Cada uno de los invitados explicó lo que sentía, repitiendo lo que habían dicho sus antecesores de alguna u otra manera. Y todos íbamos aprendiendo, tomando nuestras copas con delicadeza, una y otra vez. Enjuagándolas, tirando el agua en una jarra para permitirnos pasar al siguiente no sin antes secarla con una servilleta de papel, la misma que antes había servido para ponerla a trasluz detrás de la copa, para apreciar el color del vino, como el señor nos enseñó.
Alguien me explica sobre catas en las que no se traga, sólo se saborea y luego se escupe en un tonel, para poder volver a saborear una y otra vez. Asqueroso y anoréxico ritual.Aquí no. Aquí por suerte las botellas se bebían de verdad, hasta el estómago. Aunque nadie hiciera incapié en el asunto de que ya nos habíamos bebido varias copas entre el joven torrontés más económico, el infaltable malbec, y el gran reserva, el más noble de todos y el más caro.Yo escuchaba a todos y saboreaba los vinos, que realmente eran sabrosos. Cuando tuve que hablar no encontré palabras para definir nada parecido a lo que habían dicho.
- Rico – dije. Y todos rieron como si hubiera hecho un chiste- Hurgué en mi cabeza para decir algo, busqué, busqué, hasta que dije:- De chico, de adolescente solía comprar vino rosado con mis amigos. No, no de caja, algún rosado dulce que nos costara unos pesos en el mercado, que teníamos que juntar entre todos. Y nos lo tomábamos hasta vomitar. Era la única manera que teníamos de divertirnos. La mejor. Tomábamos vino y salíamos a correr, a dar vueltas. Ibamos a una plaza a hamacarnos aunque estuviéramos grandes. Rompíamos vidrios, pateábamos persianas. Y tomábamos. Estos vinos creo que son mejores. Me voy a llevar una botella de ese, el de la etiqueta marrón. Dos mejor. Y cuando me vaya les voy a romper una vidriera con algo. Con la botella no, porque me la merezco.A esa altura noté que estaba gritando. Todos se quedaron callados. El somelier y el vendedor estuvieron a punto de tirárseme encima cuando abrí mi campera para sacar del bolsillo interno la billetera. Nadie se resistió a que pagara, tomara mis botellas y me fuera.



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