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Chacharramendi


Es fácil llegar a este lugar. Es lejos. Pero no es tan difícil. Es cuestión de mentalizarse para disfrutar el viaje. Hace una semana pasamos por aquí, pero no nos quedamos a dormir. Sólo paramos en el polirrubro para llamar por teléfono y no lo logramos, como tampoco lo habíamos podido hacer desde los celulares que en sus pantallas indicaban “sin servicio”.
Queríamos seguir doscientos kilómetros más para superar la mitad del viaje, dormir al otro lado de la ruta del desierto, y que al día siguiente nos quedara menos recorrido para llegar a Bariloche.
Un viaje a la Patagonia se disfruta todo, de punta a punta. No produce la ansiedad y el hastío de los viajes a la costa atlántica o a Córdoba. El destino está tan lejos, que es imposible pensar en él. Y entonces uno piensa sólo en el camino, y lo disfruta.
Las rutas de la pampa y la patagonia son solitarias y melancólicas, como sacadas de una película de viajes, con espinillos que se cruzan rodando, pájaros que nos miran, camiones que marchan lento, estaciones de servicio distanciadas por cientos de kilómetros, lomadas infinitas que dejan ver como el camino sigue delante de uno hasta perderse en el horizonte. Terrenos inundados y sequía. Lagunas.
Cuando la semana anterior pasamos por aquí golpeamos la puerta del hotel pero nadie salió. Entonces escribí una nota “No nos vamos quedar hoy. Cancelamos la reserva. Muchas gracias. Nos vemos otro día”. Y la pasé por debajo de la puerta. Los chicos me preguntaron porqué lo hice y les expliqué:
- Para que nos tomen la reserva para dormir acá cuando volvamos.
Ahora, a la vuelta, sí paramos aquí. Es un hotel sin nombre, bajito, con ventanas pequeñas, diseñado (por decirlo de algún modo) para resistir el viento fuerte que todo el año lastima día y noche. Sin embargo, esta noche se nos entrega mágica, con poco viento y casi sin frío aunque estamos en los primeros días de agosto.
Por eso entonces después de comer, Mariela se va a dormir con Eliseo y yo me quedo con Camilo jugando a que estábamos en un bar tomando ginebra como dos amigos.
La chica que nos atendió nos mira atenta y servicial, y agradece demasiado la torpe propina que le dejamos en la mesa. Los chicos miran por televisión un programa de concursos que se transmite desde Buenos Aires y que casualmente premia a los ganadores con un viaje a Bariloche. Y miran de reojo a todos los que pasan, los que entran, compran algo y se van, los que, como nosotros se quedaron a cenar. Personas a las que probablemente cruzarán por única vez.
Yo sueño que ellos sueñan que una de esas personas, por ejemplo, la hija adolescente de una familia de un monovolumen, desvía su mirada sobre ellos, y se levanta les guiña un ojo para que la esperen a la salida del salón, para empezar a hablar de sus cosas, para pedirles que la acompañen de la mano a recorrer el pueblo, cuyas diez manzanas a la redonda se presentan especialmente mansas esta noche.
Camilo me mira y me habla, algo menos fascinado que yo por el lugar, pero fascinado de todos modos. Antes de entrar al bar habíamos visto que detrás de él había una plaza vacía, entonces lo invito:
- Vamos a explorar?
- Sí, dale! – se entusiasma.
Al salir saludamos a todos –aquí se saluda a todos- empezando por la moza, los comensales lugareños y turistas, el muchacho de la barra. Unas siete personas en total. Antes de salir, Camilo le pega una última mirada a un exhibidor de discos en el que se pueden encontrar viejos cantantes pero también las últimas novedades comerciales, mezclados con los restos de una colección de folklore que en su momento venía de regalo con un diario de Capital. Camilo insiste en que le compre uno de chistes. Hay varios.
- ¿Qué son chistes verdes?
- Son chistes con malas palabras
- Dale, ¿me comprás?
- No.
Salimos finalmente a caminar. Hay viento pero no es frío.
- ¡Mirá! ¡es la arena del desierto! – le digo, y agarro un puñado en mi mano y dejo que el viento me la vaya vaciando. El también lo hace, pero antes de que se le termine me tira el puñado que le queda en la cara, pero el viento lo engaña y hace que le vaya un poco a sus propios ojos.
Nos reímos y corremos hasta los juegos de la plaza. Se sube a un tobogán, se tira. Yo lo miro con las manos en los bolsillos. Veo un soporte de una hamaca sin hamaca, y le hago una broma:
- ¡Vamos a hamacarnos! – le digo. Se ríe y se enoja. Seguimos caminando, recorremos esa plaza rara. Estimo que son las diez de la noche. Le muestro una iglesia chiquita.
- ¿Para qué me la mostrás? ¿no era que dios no existe?
- Bueno, no sé, por las dudas, si llega a existir.
Y seguimos riendo. Es una noche ideal. Chacharramendi me inspira no sé muy bien para qué. Siempre me pasa.
Un cartel dice: Gomería los cuatros nietos. Cuatros con s al final. Le muestro a Camilo y reímos una vez más. Ya estamos listos para entrar al hotel, pero él me dice: “¿Caminamos para allá?”. Es decir, para el otro lado, el que no recorrimos, al extremo opuesto del pueblo (estamos hablando de pocas cuadras entre extremo y extremo). “Bueno, Dale”, le digo.
Miramos el horizonte negro sin nada. Miramos los árboles, pequeños, retacones y sin hojas. Son como penachos duros que apenas asoman del piso y saben que no pueden crecer porque el viento los arrancaría.
Vemos un perro en una esquina. Camilo le tiene miedo a algunos perros pero me dice:
- ¿Vamos?
- Uy, mirá – bromeo una vez más- tiene un salerito en la mano y debe estar diciendo “mhhh, carne de porteño tierno, jejeje…”. Se ríe del chiste pero de pronto vemos que el perro se acerca corriendo hacia nosotros y empieza a ladrarnos, y detrás de él otro perro más grande lo imita. Vienen directo a nuestros tobillos. Yo empiezo a gritar “Fuera perro” y a tirar patadas al aire mientras con un brazo mantengo a Camilo alejado de ellos. Ellos se concentran en mi bota y yo lo aparto intentando que no se asuste. Pero no lo logro. Corremos hacia atrás, en círculos, gritamos. Los perros gruñen, ladran e intentan morder. La escena se prolonga como un baile entre personas y perros que dura segundos eternos. Yo no logro apartarlos pero ellos no logran mordernos.
Hasta que logramos nuevamente llegar al hotelcito. Camilo trata de abrir la puerta y no puede. Ahí me doy cuenta que el piso está lleno de piedras y cuando me agacho para agarrar una de ellas, los perros salen corriendo, disparados, porque saben que siempre que un ser humano se agacha a agarrar una piedra, les tira.

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